Los
asilos Magdalena comenzaron como asociaciones civiles de “rescate” de mujeres
sumidas en la prostitución allá por el siglo XVIII. Se desparramaron por el
mundo conocido. Con el tiempo cayeron bajo el
pleno dominio de la iglesia católica. En los siglos XIX y XX en Irlanda
alcanzaron gran popularidad por las lavanderías, fama hoy oscurecida por las
barbaridades que pasaban dentro de sus paredes.
Como
dijimos comenzaron con la finalidad de rescatar prostitutas. Incorporaron luego
a las embarazadas solteras e iniciaron el “negocio” de las adopciones y de los
orfanatos. Se las hacía parir de una manera primitiva, para que el dolor
aligerara la ofensa del pecado de la carne. Si la madre y la criatura morían,
se las enterraba rápidamente envueltas en las sábanas y las toallas sucias del
parto. Si sólo la criatura sobrevivía, integraría el orfanato. Si sólo la madre
sobrevivía, trabajaría hasta purgar la culpa. Si ambos sobrevivían, la madre
pasaría a la lavandería y la criatura sería dada en adopción a una pareja
legítimamente establecida. Las monjas descubrieron que en vez de dar en
adopción gratuitamente el fruto del pecado, podían venderlo a ricas parejas
estadounidenses. Los niños que no corrían esa suerte, al crecer trabajarían en
talleres industriales o de carpintería y de ser niñas en las lavanderías. De un
modo perverso, todo se reducía a dinero, ganancias.
Al
entrar a estos refugios o conventos, las pobres mujeres perdían todo derecho,
identidad y pasaban a deber automáticamente una suma de dinero, astronómica
para las desgraciadas. Si querían partir antes del plazo de su “purificación”,
debían pagar esa suma. Como no podían hacerlo, debían trabajar gratis en las
lavanderías hasta cubrir ese dinero, es decir, el término de su “purgación” o
de su preparación para la inserción social. Las condiciones de trabajo en las
lavanderías eran apenas humanas. Las comidas apenas digeribles, más una excusa
para que se mantuvieran en pie. Las normas eran extremadamente rígidas y la más
mínima desviación de las mismas constituía una falta, que era castigada con el
más severo rigor.
Parte
de la sociedad irlandesa era de moralidad estrecha y con el tiempo se
internaron en estos “refugios” a chicas coquetas, pizpiretas o muy hermosas
porque se suponía que estas características las hundirían en el pecado y era
mejor prevenir. Bastaba con la denuncia de un vecino para que fueran
confinadas.
Es probable que en un principio, cuando se abrieron estas “instituciones”, las intenciones fueran buenas, pero con el tiempo se convirtieron en prisiones de humillante deshumanización. No se necesita ser un gran psicólogo para deducir que si se pone a mujeres que en pos de alcanzar la espiritualidad, reprimen todo impulso sexual y todo sentimiento natural, para “enderezar” a mujeres que supuestamente alguna vez gozaron de la sexualidad y de otras apetencias terrestres, y se les da además la autoridad física y “religiosa” sin tener que rendir cuentas ni explicaciones, las más aberrantes atrocidades tendrán lugar. Durante su encierro, las lavanderas sufrieron vejámenes físicos y psicológicos inenarrables de tan horrorosos.
Y si
bien comenzaron en el siglo XVIII, no crean que terminaron en el siglo XIX, no,
bien avanzado el siglo XX, bien entrados los años sesenta, las lavanderías de
las Magdalenas perpetuaban los martirios. Algunos dicen que su fin fue
provocado por las distenciones en los parámetros morales, en el ensanchamiento
de miras de una sociedad que ya no consideraba una vergüenza ser madre soltera
o que las mujeres satisficieran sus apetitos sexuales. Otros, quizá con más
fundamento, dicen que la introducción del lavarropas eléctrico y el
advenimiento de las cadenas de lavaderos automáticos fue el motivo de su
declive.
La
última de las lavanderías de las Magdalenas cerró recién en 1996. Unos pocos
años antes, al venderse un convento a una firma de bienes raíces y al iniciar
ésta la remoción de tierra para los cimientos de un nuevo edificio se descubrió
una gran cantidad de tumbas sin nombre. Se desató un gran escándalo y comenzó a
develarse la oscurísima trama detrás de las lavanderías.
En
el documental para la televisión de 1998, Sex
in a cold climate (Sexo en un clima
frío) las sobrevivientes de las lavanderías, Martha Cooney, Christina
Mulcahy, Phyllis Valentine y Brigid Young dan testimonio de lo que vivieron.
Dicho documental dio pie para que el actor Peter Mullan filmara en 2002 el
largometraje The Magdalene Sisters
(que aquí se conoció como En nombre de
Dios), film que obtuvo numerosísimos premios, no el menor de ellos, el León
de Oro del Festival de Venecia al mejor director para el ya citado Peter
Mullan.
The Magdalene Sisters (En nombre de
Dios) es una de las películas más duras que vi, no por la representación
gráfica de torturas inéditas (que no las tiene) sino por la impotencia y la
furia que genera ver tanta inequidad e injusticia, perpetradas en el supuesto
nombre del bien, de la iglesia católica, de Dios. (Las supervivientes de las
lavanderías al ver el film dijeron que no refleja ni por asomo todo el horror,
que lo que vivieron fue “mil veces peor”.
Volvió a mi memoria el recuerdo de las
Magdalenas por el estreno de esta semana, Philomena,
quien también sobrevivió a las lavanderías. Philomena
es un film amable en asordinado tono de comedia por el que campea el espíritu
de la superación por medio del perdón. A mí, como al personaje de Steve Coogan,
me cuesta perdonar tanto espanto. Me da la sensación de que si se lo perdona,
se está diciendo que todo es lo mismo cuando no lo es. El horror parece
condenado a repetirse y creo que si lo perdona tan fácil, se repite antes. Sin
ir más lejos, aquí, ¿quiénes piden olvido y perdón? ¿Las víctimas? No, las
víctimas piden memoria y justicia.
Tremenda película, me impresionó semejante nivel de maldad en las monjas. No puedo decir que me sorprendiera, pero mi conclusión fue más o menos similar respecto de las consecuencias de privarse de una parte tan importante de la propia personalidad como es el sexo y el placer. Eso no puede generar más que perversión y resentimiento, es como amputarse un miembro porque sí.
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