Para mí noviembre y diciembre son
meses muy difíciles. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina, pero el
cansancio, la frustración y el hastío ya están en los huesos. Y cada año que
pasa es peor, hacen que enfrentar las obligaciones cotidianas sea como empujar
una locomotora. Y si a esto le sumamos la poca paciencia y la irritabilidad de
la andropausia, la ecuación de tan volátil es peligrosamente explosiva. No perdamos el humor, me digo, pero por más que
lo repito es lo primero que pierdo. Y el poco que conservo es más negro que el
miedo. Por ejemplo, la famosa frase de Nerón (ojalá la humanidad tuviera una
cabeza para poder contársela) me parece deliciosa y me dan ganas de volverla mi
mantra.
No ser dueño de mi tiempo para
planificarlo a mi antojo (situación que puedo sobrellevar con mayor o menor
aplomo en los meses precedentes) se me antoja insoportable. Además, desde que
aparte de las clases hago traducciones, tengo menos vida social que Robinson
Crusoe antes de que apareciera Viernes. Los trabajos de traducción llegan a
cualquier hora del día y de la noche y son siempre más urgentes que una
emergencia sanitaria. Tampoco respetan feriados ni fiestas de guardar (jamás
olvidaré ese 31 de diciembre en que volví de ver los muñecos y hallé una
tareíta que necesitaban de vuelta en menos de 7 horas, y ¡la hice! metiéndome
la cena de fin de año… en el olvido). Traducir para esta empresa no se condice
con las costumbres humanas de comer, dormir, cagar o pasear al perro. Aunque
claro siempre se puede decir que no, a lo que me resisto porque, como queda
evidenciado en el ejemplo recién citado, tengo un súper yo freudiano muy
acendrado. ¿Idiota, yo? ¡Sí!
Pero al apostolado de la docencia no
se le puede decir no. Una vez aceptado, se muere con las botas puestas. Hay un
par de pido gancho: la enfermedad y la locura. Pero como a mí la salud física y
(la que yo llamo) mental me gustan, procuro sobrevivir sin pagar tan altos
costos. (Algo pago porque la docencia en estos tiempos es devastadora). Sin
pausa y con prisa, el sistema ha logrado que el docente tenga todas las
obligaciones y el alumno ninguna. Si no se interesa es porque no hacés
atractiva tu materia. Si no aprende es porque no trabajaste lo suficiente para
llegar a él. Si no trae hojas ni con qué escribir, tenés que proveérselas. Si
falta mucho, tenés que alcanzarle trabajos compensatorios. Y si se va a examen,
tenés que darle todas las herramientas para que pueda aprobarlo. Por más que en
la primera clase hayas dictado, copiado en el pizarrón o fotocopiado para que
peguen en la carpeta el sacrosanto programa y las benditas expectativas de
logro, por más que hayas hecho firmar a los padre (en el caso de los menores) y
repetido (hasta el hartazgo en el caso de los adultos) que en el período de
orientación para el examen deben venir con una carpeta completa (propia o
ajena), llegado el momento (lo cual sucederá en estos días) aparecerán frescos
y rozagantes sin ni siquiera una lapicera. Y si vos pretendés hacer valer tus
derechos, esgrimiendo pruebas (“mirá tengo fotocopia de la nota firmada por los
padres” en el caso de los menores o
“juro que lo repetí en todas las clases” en el caso de los adultos), la
dirección te dirá que igual tenés que orientarlos y que si no tenés nada
preparado que le des clase de todo lo que aparecerá en el examen usando el
pizarrón. Y por más que seas una olla a presión y te salga humo por la nariz y
las orejas de la bronca y la indefensión, igual tendrás que volver al aula y
enseñarle cual egregia maestrita importada por Sarmiento los beneméritos temas
del examen.
La experiencia enseña, claro. Me paso
algunas horas del fin de semana largo revisando viejos (mas no perimidos)
libros de enseñanza de inglés y selecciono páginas con teoría y práctica, las
fotocopio y armos cuadernillos para cada curso que doy. Después fotocopio cada
cuadernillo por el número de alumnos que se va a examen y goodbye pinela.
En el camino de regreso de la
fotocopiadora me pregunto ¿con tanto mimo qué carajo estamos trasmitiendo? En
la vieja época, entre otras cosas íbamos a la escuela a aprender a hacernos
responsables. Hoy no les podés ni pedir la hora, no sea cosa de que los estés
excluyendo.
Como camino a todas las escuelas que
voy, mientras escucho música, cargo en el celular las oberturas de Ben-Hur, Los
diez mandamientos, El puente sobre el río Kwait, Lawrence de Arabia, Lo que el
viento se llevo, Los siete magníficos, etc. Música grandiosa para darme ánimo.
Sobrevivir a fin de año es heroico, titánico, épico. Al lado nuestro, lo del
Cid Campeador es un poroto, mirá.