El teatro puede ser un ritual
milagroso. El texto es el mismo, el elenco es el mismo, los técnicos son los
mismos y ninguna función es igual. Algunas se deslizan como sobre aceite, otras
andan a los tumbos como sobre camino pedregoso y otras van de desastre en
desastre y terminan porque todo termina. Y hay otras en que por una rara
combinación astral o por la decantación aritmética del azar, todos los
componentes del ritual se alinean, la representación se trasciende a sí misma,
y aunque la repartición de roles entre actores y público persiste, volvemos por
un rato al origen del teatro en que todos éramos oficiantes, un actor inicia un
gesto que es leído al instante por el público, el público determina el ritmo al
que debe ir la representación y el milagro se vuelve asequible, comprensible,
remontable.
Era un día poco propicio para el
milagro, 27 de octubre, domingo de elecciones. Sólo medio teatro lleno, un día
a contrapelo. Sin embargo, la función de Vale
todo (Anything goes) de Cole
Porter de tan luminosa se volvió portentosa. Tengo autoridad para decirlo, era
la tercera o la cuarta función de este espectáculo a la que asistía. En otra
entrada de este blog ya hablé de las cortedades del entramado textual y de las
limitaciones de la versión, pero la función del 27 habitó la hazaña. 35
actores, cantantes y bailarines, más una docena de músicos, más no sé cuántos
técnicos, más sabrá Dios cuántos espectadores se contagiaron del duende, del
ángel o del secreto de la magia y dimos una función extraordinaria. Después de
3 o 4 asistencias, sé cada chiste, cada gag, no obstante me reía no como la
primera vez, más aún porque la ejecución provenía de la mezcla perfecta de
ensayo y dominio de cada resorte de la
obra. Nadie desafinó irremediablemente, ningún bailarín entró a
destiempo desvergonzadamente, ningún actor se desconcentró ostensiblemente, no
hubo risas discordantes ni aplausos atrasados, hasta el único bebé presente
emitió en la pausa ideal un sonido audible que le dio el pie a Martín Salazar para un gag. Angelados
estábamos. (El único lunar fue que los anteojos de Catarineu se negaron a
resbalarse en el gag del sombrero con Pinti).
Cuando terminó, la platea se puso de
pie, no para agradecer lo dado, sino para estar como el elenco en el escenario,
parados todos, porque sin saberlo, (es imposible vivir el prodigio y ser
consciente del mismo), nos celebrábamos.
Si
creen que deliro, que mi amor por cada
una de las notas de una de las partituras más bellas jamás escritas para el
teatro musical me obnubila, pregúntenle a mi sobrina que me acompañaba o a
cualquiera de las otras personas que tuvieron la suerte de asistir a esa
función sublime.
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