33
variaciones de Moisés Kaufman marcó el regreso de Jane Fonda a
Broadway. Por saberes previos de cómo se hacen las cosas en el centro mundial
del teatro comercial, esperé una obra bien construida con personajes que
permitieran el lucimiento de las o la estrella principal. Sorpresa.
Construcción hay, también la posibilidad de lucimiento, lo que no hay es una
obra de teatro en el sentido estricto del término. Una obra teatral se
diferencia de las otras formas literarias en que se motoriza a través de conflictos
modificadores de personajes claramente delineados. Aquí hay unos cuantos
conflictos, pero mueren en embrión, jamás se desarrollan o se potencian.
Esta obra es más el relato de dos
obsesiones o de una, la de Beethoven, que cobija la otra. La cosa es así, hay
dos grupos de personajes. Por un lado tenemos a Catalina (Marilú Marini), una
musicóloga con una enfermedad terminal que está obsesionada en saber por qué
Beethoven hizo 33 variaciones de un vals pobretón de Anton Diabelli. Tiene una
hija, Clara (Malena Solda) que va sin rumbo fijo por la vida, cambiando de
profesión como de zapatos. Por una consulta médica ambas conocen a David Clark
(Francisco Donovan) un kinesiólogo que se enamorará de Clara. Catalina parte a
Bonn y conocerá y se hará amiga de Gertie (Gaby Ferrero), la guardiana del
archivo Beethoven que le permitirá ver los borradores de las partituras de las
33 variaciones.
Por otro lado tenemos a Beethoven
(Lito Cruz) que está pobre, sordo y crepuscular. Un día, el editor Anton
Diabelli (Rodolfo De Souza) le propone, como le ha propuesto a todos los
grandes compositores del momento, que escriba una variación de un vals que el
propio Diabelli acaba de componer. Como sabemos ya, Beethoven no hará una sino
33 variaciones del dichoso valsecito. Beethoven tiene un secretario Anton
Schindler (Alejo Ortiz) que le es más fiel que un perro.
El relato se estructura en escenas
que van de un grupo de personajes al otro, y a veces ambos grupos se entremezclan.
El desarrollo del relato se basa en la alternancia de una supuesta normalidad
de Beethoven y en ocasionales caídas en la enfermedad y una desmesura que
bordea la insania por un lado y por el otro en el progresivo deterioro físico
de Catalina.
Hay tres personajes que cuentan con
cierta entidad propia. Beethoven, el genio sordo e incomprendido. Catalina, una
musicóloga narcisista con más ganas de comprender a Beethoven que a su hija. Y
Clara que debe aprender a asimilar la influencia de su madre y hallar un camino
propio.
Catalina es el centro del relato. Y
sus supuestos conflictos se solucionan sin desarrollo alguno. Gertie le dice en
un momento que ignora a su hija y a la escena siguiente como por arte de magia
no la ignora más. Al principio soporta la hostilidad de Gertie y después de
esperar un tren juntas son las más amigas del mundo. Beethoven le dirá (lugar
común de todos los dramas de enfermedades) que se deje morir y ella muy
obediente se muere.
A Clara la conocemos más por
anécdotas que por desarrollo dramático. Parece tener problemas sexuales y de
relación que resuelve de la noche a la mañana con sólo dejarse llevar (si la
vida fuera así de fácil, los psicoanalistas se morirían de hambre).
David, el novio kinesiólogo, parte a
Bonn y se queda. ¿No necesita trabajar? ¿Tiene licencias acumuladas? ¿Es rico?
En Bonn se hará voluntario de la Cruz Roja, ¿gratis o le tirarán algún viático?
Si demuestra ser el candidato ideal para cualquier chica, ¿cómo es que llegó
los 30 años solterito y con apuro?
Gertie está casada, se dice por ahí.
¿El marido no le tira la bronca porque se pasa todo el tiempo con Catalina,
Clara y David? Pasa de ser una guardiana feroz del archivo Beethoven a poner en
peligro ese trabajo llevándole incunables a la casa de Catalina, ¿nada más que
porque padece una enfermedad similar a la que tuvo un pariente cercano? ¿Y el
espíritu prusiano del principio, qué, era puro verso?
Anton Schindler, el perfecto
secretario, ¿respetaba y admiraba a Beethoven, el genio, o sentía afecto a
Beethoven, el hombre? ¿Beethoven le pagaba algún sueldo? Cuando estaba en la
mala ¿Schindler ayudaba con algún mango ahorrado a que Beethoven tuviera un pan
para llevarse a la boca o un remedio para aliviar la enfermedad? ¿Por qué no
hace más que repetir lo escrito en la biografía de Beethoven cuando Catalina y
Gertie le echan en cara el error en las fechas que acaban de descubrir? ¿Fue un
error de atolondrado o se traía algo bajo el poncho?
Anton Diabelli ¿es un comerciante
descarado que escribió un vals para hacer plata o cree haber escrito algo
bueno? ¿Por qué tiene tanto apuro en que Beethoven le entregue las variaciones
y después ninguno? ¿Por qué no reacciona cuando le dicen que escribió una
composición mediocre? ¿Por qué se ofende cuando descubre que las variaciones se
apartan del original y en una escena posterior le encantan?
Beethoven era un genio, eso nadie lo
discute, pero ¿era un loco, un santo, un idealista o un boludo a pedal?
Estas, y unas cuantas preguntas más,
podrían contestarse si el autor hubiera escrito una obra de teatro, pero cómo
sólo escribió un relato teatral, son cuestiones que le parecen irrelevantes
porque exclusivamente le interesa que la historia avance. Y la historia avanza
a través del deterioro físico de Catalina quien primero tiene inutilizado un
brazo, después anda con bastón y termina en silla de ruedas sin perder jamás el
buen humor porque (y hete aquí la moraleja de la historia) una obsesión
avasalladora puede ayudar a que la gente muera bien.
Aunque el esquema de las escenas es
mecánico y repetitivo, no todo es torpeza, hay momentos muy logrados. Como la
primera cita en un concierto de Clara y David, resuelta con el truco inventado
por O’Neill en Extraño interludio
(casualmente la obra anterior que hizo
en Broadway Jane Fonda), mismo recurso que fuera inolvidablemente explotado en
cine en John and Mary de Peter Yates,
con los jóvenes por entonces Dustin Hoffman y Mia Farrow. O la escena en la
cafetería en la que Gertie propone hallarle a Catalina un masajista que también
le haga el amor para escándalo de David. O la metateatralidad de la voz en off
de la azafata cuando Catalina está por aterrizar en Bonn. O la buena réplica de
Beethoven cuando se le presenta a Catalina. ¿Usted?, le dice Catalina. A lo que
Beethoven responde: ¿Qué, hubiera preferido a Tchaikovski? Variación del
cordobesísimo: No, si vua se Tchaikovski.
Sin embargo, más allá de todos los
peros, el espectáculo es seductor y hasta fascinante debido principalmente a la
presencia en escena de un eximio pianista (Natalio González Petrich) que
ejecuta casi permanentemente música de Beethoven. Además claro de la hermosa
puesta de la talentosísima Helena Tritek, que concertó magistralmente
escenografía, luces, movimientos y hasta pasos de baile. Y por supuesto de un
elenco soñado que se entrega sin reservas.
Marilú Marini despliega su elegante
ductilidad y como Alfredo Alcón en Filosofía
de vida, que se ofreció en esa misma sala, se divierte a lo grande paseando
en silla de ruedas con motorcito. Lito Cruz hace gala de su histrionismo y
revolea su capa y su amplia bata con gusto. Malena Solda conmueve con su
sensibilidad y plasticidad. Los demás no tienen mucho para hacer, pero lo hacen
con brío. Gaby Ferrero, Alejo Ortiz y
Rodolfo de Souza ensayan caracterizaciones y Francisco Donovan defiende
su galán.
O
sea, una directora y un elenco inspirado te vuelven viable hasta una no-obra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario