viernes, 28 de septiembre de 2012

Liza


Cuando volví, había un mail que decía: ¿Fuiste a misa? Sonreí y contesté que sí. Era de un amigo con el que había ido la vez anterior que vino y si bien había disfrutado del espectáculo, la había admirado y se había emocionado, sintió que había un fervor, que calificó de religioso, y del que permanecía ajeno. Dijo que era como participar del rito de un culto al que no adhería. Fue entonces que comenzó a llamarlo “misa”. La misa era el recital de Liza Minnelli. Esta vez fui con mi sobrina. Estábamos sentados atrás, en los lugares apenas más caros que los más baratos. Pero estábamos frente al escenario y veíamos bien. Cinco minutos después de la hora fijada para el inicio, comenzó. Y se cumplió la ley del gallinero, no la de la vida (aquí nadie caga a nadie), si no la del teatro: los de las entradas más baratas rugieron de felicidad aunque en eso se les fuera el último aliento. Florencia, como todos los que la ven por primera vez, se conmocionó. Se topaba con la leyenda. Después de todo, la mujer del escenario es grande no sólo por talento sino por prosapia. Es la hija de Judy Garland y Vincent Minnelli, sus padrinos de bautismo fueron Kay Thompson e Ira Gershwin, a sus cumpleaños iban Humphrey Bogart, Gregory Peck y más estrellas de esa talla, Fred Astaire y Gene Kelly corregían los errores de sus instructores de danza, cuando comenzó a cantar Cy Coleman tocaba el piano para que ella practicara escalas. En fin,  si el viejo Hollywood fuera una familia real, ella es la última princesa. Florencia, por edad, quizá no pueda medir la magnitud de esos datos, pero no era ajena a que se cruzaba con un mito viviente, y cuando atacó “Maybe this time” no pudo más, la emoción la embargó y recurrió al  pañuelo, la mujer del escenario le comunicaba a pleno la esperanza maldita de la canción. La mujer del escenario ya no es lo que era, ¿quién lo es? Primero los excesos de droga, alcohol y cigarrillos, después las enfermedades insólitas y las carencias afectivas se llevaron su parte. Ella, que fue una de las mejores bailarinas del cine (a las pruebas me remito: Stepping out) apenas si puede moverse. Ella, la del vozarrón potente, ahora se encomienda a los santos para alcanzar un sostenido decente. Y sin embargo, nada de eso importa. La vida no le pudo quitar el histrionismo, la magia de actuar, el don de ser la dueña del escenario. Es la oficiante privilegiada del rito que se remonta a los principios de los tiempos. Contará las historias humanas, dramática, cómica, patéticamente. Y si la voz no alcanza, si el cuerpo la traiciona, las contará con las tripas, pero las contará, porque para eso ha nacido, ése es su destino. “Es” en el escenario y eso le celebramos y nos celebramos. Mi amigo me llamó al día siguiente y me preguntó en qué momento había largado el moco. Cerca del final, le confesé, cuando empezó "New York, New York" y agregué: Se me cruzó la foto de Robert De Niro, disminuido, viejo, bah, sentado encorvado, aprendiendo sus líneas y me acordé de él, de ella, de mí, hace años, cuando éramos jóvenes. Entonces es eso, me dijo, me quedo fuera del rito porque no le agrego “memoria emotiva”. Me reí y después de la puesta al día de las cotidianeidades, corté. Pero que quedé pensando. No sé si es eso, o solo la alegría y la emoción de que nos recuerden que seguimos vivos, con el mismo asombro del principio.

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