Una vez,
en uno de sus eternos almuerzos, Mirtha Legrand puso en duda ante las
mismísimas narices de China de que fuera cierto que conociera a y tuviera
anécdotas con tanta gente importante como Dustin Hoffman. China sonrió y no le
contestó nada. Por el opuesto, doy fe de que la duda de la Sra. Legrand es
infundada. China se tomó la molestia hasta de conocerme a mí, que soy
prácticamente nadie.
Fue a
través de una obra que yo había escrito. La escuché quejarse en un reportaje
televisivo de que los autores teatrales no concebían papeles para señoras
mayores. Y como yo tenía una obra con un personaje de edad avanzada, se lo
acerqué. Puse en un sobre una copia de la obra y la dejé en la boletería del
que ahora se llama Multiteatro y que por entonces, creo, era todavía el teatro
Blanca Podestá. China representaba con Soledad Silveyra, Eva y Victoria. Pensé que
el boletero adivinaría mi condición de nadie y tiraría el sobre a la basura. Pero
a los días, China llamó a mi casa paterna, habló con mi hermana, dejó su número
y pidió que yo la llamara en cuanto pudiera. Cuando me comuniqué con ella, me
dijo que la obra le había gustado mucho y que quería hacerla. Claro, antes
tenía que bajar Eva y Victoria de cartel y como eso podría tomar tiempo, mientras
tanto quería leer todo lo que había escrito, que le fuera mandando las obras de
a una, y que fuera de atrás para adelante, que le enviara primero la última
obra que había escrito, y que en último término le enviara la primera. Eso hice.
A cada obra le adjuntaba una larga carta, ella, salvo para Navidad, no me
escribía, pero me llamaba por teléfono (para entonces yo tenía teléfono en el
departamento que vivía, en aquellos tiempos casi nadie tenía celular). Eva y
Victoria tardó un par de años más en bajar de cartel. Un día me llamó para
decirme que antes que mi obra, haría por el verano, solo por el verano, Camino a La Meca. Explotó el éxito de Camino a
La Meca, que duró como cinco años y ya no hicimos mi obra. Para mí fue una gran
desilusión, aliviada por algo que quizá fue mejor: nos hicimos amigos.
La expresión
parar el tráfico se asocia a mujeres despampanantes, China no lo era, pero
podía parar el tráfico más que Marilyn. Una vez vino a Berisso a hacer La Meca,
caminábamos juntos hasta el teatro, un camión frenó de golpe y casi provoca un
choque en cadena, el camionero descubrió quién era y quería gritarle su “Yo hago
puchero, ella hace puchero”, que era el saludo en código que le tributaban a
menudo. Los que venía detrás del camión, se aprestaron a putear, pero al ver
qué era lo que había provocado el parate, gritaron ¡China, China!, y se
alegraron más que si hubieran visto al mismísimo Maradona.
Tener
una conversación de corrido con ella en un café era imposible. Éramos
interrumpidos constantemente por gente que se acercaba a saludarla, a pedirle
un autógrafo, a sacarse fotos con ella (por entonces, los celulares con cámara
no estaban todavía al alcance de todos, aunque ya eran populares).
A
veces me citaba en un café porteño, donde el mozo invariablemente le pedía un
autógrafo dedicado a alguien de su familia. Un día me dijo: “Este hombre o tiene
una familia muy grande o los vende”. Yo, interesado, la instaba a que se los
diera, ya que el mozo jamás nos cobraba la segunda vuelta de tés o cafés.
También
nos encontrábamos de casualidad en algún teatro. Era la emperatriz sin corona
de los teatros de la calle Corrientes. Entraba a cualquiera de ellos, dieran lo
que dieran, como Pancho por su casa. En general, los actores entran invitados a
ver los espectáculos, pero antes deben pasar por boletería a acreditarse para
que les den una ubicación. Ella no se tomaba la molestia de hacer el trámite. Encaraba
al control con un Buenas noches y se metía en la sala. Los acomodadores le
hallaban siempre un lugar privilegiado, y si no había butaca disponible porque
estaban todas vendidas, alguien siempre le daba el asiento y veía la obra, parado
atrás, o sentado en el pasillo al lado de ella. Era la única persona en el
mundo a quien dejaban entrar con su mascota y nadie protestaba. Flor, era una
perrita de lo más educadita, dormía en su falda durante la función y no
ladraba.
Se había
ganado tanto el afecto de la gente que ostentaba algunos récords. Como tardar
menos de una hora en renovar el pasaporte. Entró, sacó número, una empleada la
reconoció, se salteó los números y la hizo pasar. ¿Y nadie protestó?, le
pregunté. No, me dijo, los que estaban antes y después de mí, me decían
encantados: Siga, siga, cada vez que asomábamos la cabeza al hall central entre
oficina y oficina.
Éstas
son solo algunas de las cosas que en medio de esta tristeza recuerdo.
China,
¿te acordás de la canción de La novicia rebelde “Nada viene de la nada”? ¿Te
acordás de la parte que dice “En algún momento de mi juventud o niñez, algo
bueno debo haber hecho”? Bueno, ¿sabés qué?, yo también en algún momento debo
haber hecho algo bien, porque la vida me premió y me permitió conocerte.
Gracias. Y lo lamento, aunque quieras, nunca te podrás ir porque estás en
nosotros.
Gustavo
Monteros
(Y como siempre, te doy un beso brujo)
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