Y ya no habrá más películas de Jonathan Demme. Una
pena. El hombre fue un apasionado de la imagen y no se restringió solo a los
largometrajes, sino que cortos, series de televisión (dirigió tres capítulos de la fabulosa The Killing), documentales y hasta recitales
de músicos (Talking Heads, Justin Timberlake) lo hallaron también detrás de cámara. Se lo asociará siempre a los
logros de su película más famosa El
silencio de los inocentes (The
silence of the lambs, 1991), pero su talento no se agotó en esa vertiente,
supo transitar con variada suerte, aunque siempre con audacia, diversos géneros.
La primera película suya que estrenaron en este país
fue El abrazo de la muerte (Last embrace, 1979), un interesante
thriller con Roy Scheider, muy famoso por aquella época. Ya llevaba en sus
espaldas 4 filmes anteriores, algunos producidos por Roger Corman, gran maestro
productor de cine B, de realización rápida, eficiente y de repercusión segura. Ellos eran Caged
Heat (1974), Crazy Mama (1975), Fighting mad (1976) y Handle with care (1977).
En 1980 llegaría a la fiesta
del Óscar con Melvin y Howard, de las
tres nominaciones otorgadas, ganaría dos, la de Mejor Actriz de Reparto para
Mary Steenburgen y la de Mejor Guión Original para Bo Goldman, Jason Robarts se
quedaría con las manos vacías en su nominación para Mejor Actor de Reparto. Era
sobre el encuentro casual de Howard Hughes y un pobre tipo que después
reclamaría ser heredero del millonario.
El próximo film, si bien
obtuvo una nominación para Christine Lahti como Mejor Actriz de Reparto, le
significó unas cuantas peleas con su estrella, Goldie Hawn. Swing shift se llamó y trataba sobre
cómo las mujeres pasaron a ocupar trabajos de hombre en los Estados Unidos
durante la Segunda Guerra Mundial. El
coprotagonista masculino era Kurt Russell, reciente pareja de Hawn por
entonces, relación que todavía dura.
En 1986 haría la deliciosa Something wild (Totalmente salvaje, por estos pagos) en la que una peculiar femme
fatale, Melanie Griffith, ponía patas arriba la ordenada vida del yuppie Jeff
Daniels, no poca importancia tenía en la trama un incipiente Ray Liotta.
En 1988 despacharía otra
recordada comedia Casada con la mafia,
en la que un policía encubierto, Matthew Modine, se enamoraba de la reciente
viuda, Michelle Pfeiffer, de un mafioso (Alec Baldwin). El romance debía eludir
también los avances de un capo mafia, Dean Stockwell, que obtendría una
nominación para el Óscar como Mejor Actor de Reparto por este trabajo.
Y en 1992 llegó El silencio de los inocentes que arrasó
en los Óscars las principales categorías: Mejor Película, Mejor Director, Mejor
Actor y Actriz Protagónicos (para Hopkins y Foster, claro) y para el Mejor
Guión Adaptado. Su historia y personajes son tan famosos que no requieren
adentrarse en mayores detalles.
En 1993 entregaría una
película que mucho hizo por visibilizar la naturalidad de la homosexualidad y
motorizar la adquisición de derechos: Filadelfia.
Con otra gran actuación del gigantesco Tom Hanks, acompañado con lujo por
Denzel Washington y un galán ascendente muy promocionado entonces por Madonna, Antonio
Banderas. Le significaría el primer Óscar para Hanks y uno para Bruce
Springsteen por su canción Calles de Filadelfia.
En 1998 no le iría tan bien
en su transcripción cinematográfica de la novela de la ganadora del Nobel, Toni
Morrison, Beloved, (Querida hija, por aquí) en la que el
espíritu de su hija muerta visitaba a una esclava, a poco de que acabara la
Guerra de Secesión. No será muy lograda, pero es muy querible, gracias, sobre
todo a la entrega de Oprah Winfrey, Danny Glover y Thandie Newton.
Tampoco le iría bien en el
2002 con la primera de sus remakes de películas famosas. La
verdad sobre Charlie, a pesar de la simpatía de Thandie Newton y Mark
Wahlberg, no le llegaría ni a los talones de la Charada original, dirigida en 1963 por Stanley Donen con los
inolvidables Audrey Hepburn y Cary Grant. En el 2004 le saldría mejor la remake
de El embajador del miedo (The Manchurian candidate) que en 1962
dirigió John Frankenheimer con Frank Sinatra, Laurence Harvey, Janet Leigh y
una tal Angela Lansbury. Demme haría una astuta relectura con, nada más ni nada
menos que, Denzel Washington, Meryl Streep, el ascendente por entonces Liev
Schrieber, entre muchos otros notables.
En 2008 haría un vehículo de
lucimiento para Anne Hathaway, que sería nominada como Mejor Actriz para un
Óscar. El casamiento de Rachel se
llamó este intenso drama de segundas oportunidades.
En 2013 llevaría al cine una
obra de Henrik Ibsen, A master builder
(Maestro constructor) con el
protagónico de Wallace Shawn, Julie Hagerty, André Gregory entre otros desconocidos de siempre. No la vi todavía, les contaré
más cuando la vea.
Su último largometraje para
cine sería otro vehículo de lucimiento para una actriz. Para Meryl Streep, más
precisamente, Ricki and the Flash: Entre
la fama y la familia. Ninguna obra de arte, pero de una simpatía palpable.
Simpatía en la que no poco contribuiría un elenco con gentuza de la calaña de
Kevin Kline, Mamie Gummer, Bill Irwin, Audra McDonald, Rick Springfield, etc.
Su pasión por lo que hacía, sin duda, derrochaba amor, de ahí que incluso sus films menos logrados sean, a pesar de todo, muy entrañables.
Su pasión por lo que hacía, sin duda, derrochaba amor, de ahí que incluso sus films menos logrados sean, a pesar de todo, muy entrañables.
Se te extrañará, Jonathan,
buen viaje, te lo merecés. Y no te daremos ahora las gracias, lo hacemos cada
vez que repasamos tus películas, en las que vivirás por siempre, ¿qué duda te
cabe?
Gustavo Monteros
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