Traducimos
la frase “larger than life”, con lógica y sentido común, como “extraordinario/a”.
Pero a mí, por capricho, me gusta la literalidad de la misma: “más grande que
la vida”. Cipe Lincovsky era más grande que la vida. Cuando la conocí en los
tempranos setenta ya era La Linconvsky. Así con el “La” que la singularizaba y
que le hacía justicia a su aura de grandeza. En teatro la vi por primera vez
como la Marta de ¿Quién le teme a
Virginia Wolf? de Edward Albee, Juan Carlos Gené era Jorge, su marido y
Ana María Picchio y Adrián Ghio eran la
pareja joven, dirigía David Stivel. Y ahí supe de una vez y para siempre que no
había personaje teatral sacralizado por el cine que un actor o actriz
argentinos no pudieran igualar e incluso superar. Elizabeth Taylor estaba
gloriosa en la película de ¿Who’s afraid
of Virginia Wolf?, pero Lincovsky no tenía nada que temerle. (Vivien Leigh
era la perfecta Blanche del Tranvía
llamado Deseo de Tennessee Williams, pero Graciela Duffau podía calzarse
sus zapatos con la misma perfección, Gertrude Lawrence podía verter toda la
frustración de la Amanda del Zoo de
cristal del mencionado Williams, pero Flora Steimberg también y quizás
mejor; Geraldine Page era una Alexandra del Lago de Dulce pájaro de juventud, también de Williams, nacida para el
papel, aunque Eva Dongé en un escenario parecía igual de predestinada para el
mismo).
Volviendo
a La Lincovsky, la volví a ver el año siguiente en Casa de muñecas de Ibsen, dirigida por Sergio Renán. Por entonces
ya estudiaba precozmente teatro y la
veía tanto por placer como para aprender. Sí, los jóvenes estudiantes de teatro
de aquella época peregrinábamos a los teatros en los que actuaban Ernesto
Biano, Inda Ledesma, Alfredo Alcón, Ana María Gallo, Osvaldo Terranova, Niní
Marshall, Juan Carlos Thorry, Tincho Zavala, Osvaldo Miranda o Jorge Luz con la
unción de quien disfruta de la majestuosidad de un talento y con la humildad de
quien quiere aprender de tanta magnificencia.
Y sus
unipersonales de aquellos tiempos: Yo
quiero decir algo y De dónde soy lo
que soy, que por suerte perduran editados en disco, contenían para los
actores cachorros instrucciones a seguir a pie juntillas de cómo respirar y
verter un texto para descubrir o llenarlo de todas las sutilezas posibles.
Después
llegó la tristeza, la dictadura la obligó a desandar el camino del exilio. A
veces, había treguas en la persecución y en la censura y volvía, por un rato,
para deslumbrarnos otra vez. En uno de esos regresos, nos maravilló
literalmente con su Filumena Marturano
del inmenso Eduardo de Filippo, junto a Alberto de Mendoza. Y en otro, con su Sarah Bernhardt según obra de John
Murrell. Y años más tarde, ya en democracia, nos dejaría conmovidos con su Madre Coraje de Bertold Brecht,
dirigida por el georgiano Robert Sturua.
El cine
registró su talento, pero por desgracia no le regaló un personaje que la
volviera icónica como a Ana María Picchio (Breve
Cielo, La tregua, Chechechela), Marilina Ross (La Raulito), Graciela Duffau (Momentos,
La isla, Sofía), Leonor Manso (Boquitas
pintadas, Las sorpresas, La hora de María y el pájaro de oro), Norma
Aleandro (La historia oficial, El hijo de
la novia), Graciela Borges (Crónica
de una señora, La ciénaga) o Esther Goris (Eva Perón). De todos modos, protagonizó dos películas: Una mujer de Juan José Stagnaro
(olvidada en las notas necrológicas) en la que la estupenda dirección actoral
de Carlos Gandolfo los hizo parecer que estaban en un film de John Cassavetes y
La amiga de Jeanine Meerapfel, en la
que compartió cartel con Liv Ullman, con quien se llevó muy bien (al contrario
de Norma Aleandro que se llevó fatal con la Ullman en Gaby y que le ganó airadas palabras de la rubia noruega nacida en
Tokio). Participó también en películas inolvidables como Quebracho, La tregua, Boquitas pintadas (una de mis películas
favoritas de todos los tiempos) o Caballos
salvajes (sí, esa en la que Alterio grita: La puta que vale la pena estar
vivo).
En tiempos
de su retiro, me la crucé un par de veces, hace unos años en un recital de Ute
Lemper en el Gran Rex, y el año pasado en la última función de la temporada en
el Apolo de Karina K en Al final del arco
iris. Actriz, al fin, se la veía mayor, pero no diezmada por una enfermedad
crónica.
Y sí, como hacía que la vida fuera más grande, ahora que se ha ido, la vida, por lógica, es más pequeña, lo que resulta, claro, peor para todos nosotros.
(en la foto con Alfredo Alcón en Boquitas pintadas de Leopoldo Torre
Nilsson, 1974)
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