Amadeus es Amadeus, una buena obra, no en vano
célebre, con contrastes, ironías y contradicciones rotundas. Salieri se pelea
con el Dios mercantilista de su pueblo (de su infancia) porque le ha dado todo
menos genio. Mozart, literalmente un animalito de Dios, soporta el genio más
como una maldición. Y la suprema ironía, Salieri, el santo de los mediocres,
como el mismo se denomina, es el único capaz de advertir el genio de Mozart en
toda su valía.
El tiempo pasa y las buenas obras
puede que no pierdan vigencia, aunque sin duda envejecen. Como a las buenas y
viejas casas es necesario adecentarlas un poco para que sigan cobijando bien.
El edificio Amadeus tiene una estructura sólida como pocas. Peter Shaffer, ya
con La real cacería del sol, pero
fundamentalmente con Equus y Amadeus, innovó la manera de plantear
una obra de teatro. Tomamos nota e hicimos escuela. Y tal como es el mundo, las
innovaciones de ayer son los lugares comunes de hoy. E ironía frecuente, lo que
ayer fue revolucionario, hoy es apenas nostalgia de los memoriosos y de los
eruditos. A lo que voy es que Amadeus
ya no sorprende. Y si a eso le sumamos que la película basada en la obra fue
muy vista y es muy recordada, estamos como ante Hamlet, antes de entrar ya lo sabemos todo, sólo la versión nos
salvará de la llovizna del tedio, del frío del aburrimiento.
Por suerte, Javier Daulte es un buen
arquitecto teatral. Fusionó los dos actos en uno, aligeró la hojarasca, expuso
conflictos con nitidez e hizo que la obra fluyera rauda.
La bellísima escenografía de Alberto
Negrín se va significando de a poco y cerca del final, si cabe, se vuelve
incluso más hermosa. Eso sí, es una escenografía simbólico-referente como las que suelen
verse en el Teatro San Martín, de modo que le da a esta producción comercial
aires de una realización del complejo oficial.
El elenco está muy bien, aunque la
verdad sea dicha, los Venticelli (aquí tanto coro como sirvientes) no tuvieron
una buena noche, arrancaron vomitando texto y si bien después calentaron
motores, lucían desdibujados, sin embargo por momentos exhibían que tenían un
trabajo sólido detrás. (Cosas del teatro, la obra es la misma pero ninguna
función es igual a otra).
No se puede decir que Verónica
Pelaccini esté mal como Constance, pero tiene escenas en que no alcanza la
relevancia requerida, como si no pudiera darle a su personaje la cohesión
necesaria (le falta cinco para el peso, bah…). Rodrigo de la Serna, uno de
nuestros actores jóvenes más completos y talentosos, da un Mozart personalísimo
que no se parece en nada al de la película ni al del propio Oscar Martínez
treinta años atrás (lo recuerdo como si fuera ayer, por entonces yo era un
jovencísimo aprendiz de actor y su Mozart me voló la cabeza, tampoco olvidaré
jamás el grito mudo que congelaba a Leonor Manso (Constance) cuando moría
Mozart, casualmente este año Pompeyo le marcó un grito de dolor similar en el
excelente León en invierno). De la
Serna no hace hincapie en la famosa risita y prefiere transitar otros recursos.
Confieso que me ató un buen nudo en la garganta en la escena de la agonía
cuando se aferra a Salieri y lo confunde con el espectro del padre, algo raro
en mí, la muerte de los personajes teatrales no me conmueven, en el cine,
personaje que muere desaparece de la acción para siempre jamás (a menos que
resucite en un flashback, claro), en teatro eso de que mueran y saber que al
rato en el saludo final estén de lo más saludables, hace que me cueste
entregarme al juego y me pone la emoción entre paréntesis, pero aquí De la
Serna me partió el alma con su desgarro. No obstante, el héroe de la velada es
Oscar Martínez, Salieri es el que articula toda la obra y necesita un gran
actor e inspirado. Martínez es lo primero y está lo segundo. Sentados medio
atrás, en la fila 18, vimos como toda la platea anterior se puso de pie como
accionada por un resorte cuando salió en el saludo final. Un pequeño homenaje
bien ganado, merecido.
Para
ver un clásico del que sabemos todo, conviene ir siempre con alguien que tenga
poca o ninguna idea de la obra en cuestión, lo que nos da casi siempre alguien
joven, su asombro nos devolverá un poco el que tuvimos cuando éramos así de iniciáticos.
En mi caso esta vez fui con mi sobrina, que me reclamaba que este año no la
había llevado al teatro. Las bondades de la obra la apasionaron. Claro, después
hubo que decepcionarla, decirle que la obra era sólo un cuento bien contado
aunque falaz, que Salieri no mató a Mozart y que quizá no hizo nada en su
contra, y que si bien no fue un Mozart, nadie más que Mozart lo fue, no fue
ningún negado y creó buena música. No importa, me dijo, al menos ahora sé con
exactitud a que se refiere León Gieco con eso de somos los Salieris de Charly.
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