jueves, 3 de octubre de 2013

Morbosas curiosidades satisfechas



Durante los ochenta y noventa, la industria editorial nos bombardeó con biografías y autobiografías de cuanta figurita repetida brillara mucho, poquito y casi nada en las galaxias del arte, el deporte, la política, la ciencia o el dinero. Claro, por obsesiva inclinación me especialicé en las del mundo del espectáculo. Tanto que podría ofrecerme a los clubes de jubilados para disertar sobre ellas.

Entre las biografías, las categorías que se imponen son las autorizadas y las no autorizadas. Las primeras corresponden a estrellas perezosas que dejaron a biógrafos profesionales hurgar en sus archivos, dialogar con parientes y ex amantes, completar algún hueco y santificaron después el resultado con una bendición. Las no autorizadas escarbaron en las miserias, preferentemente sexuales, del famoso inmolado de turno. Escandalosas y difamatorias, están siempre sospechadas de ser tan veraces como una planta de plástico.

Las autobiografías, en cambio, se dividen entre las legítimas, es decir las escritas de puño y letra por la celebridad que se celebra y las fraudulentas, o sea las que el famoso firma pero que en realidad fueron confeccionadas con la complicidad de un ghost writer (negro en la jerga local), un autor en bambalinas al que no se le reconoce públicamente el crédito, aunque sí en contratos y regalías.

Entre las legítimas figuran, por ejemplo, las de Michele Morgan, David Niven, Michael Caine, Liv Ullman, Angela Lansbury, Lauren Bacall, Diane Keaton, Graciela Duffau o Sophia Loren (que transformó la suya en una mini serie en la que se interpretó a sí misma y a su propia madre). Otros comenzaron con una autobiografía y descubrieron una vocación literaria que derivó en ficciones y ensayos de todo calibre, como Dirk Bogarde, Julie Andrews, Lili Palmer, Simone Signoret, Carrie Fisher o Kirk Douglas. Shirley Mc Laine inauguró una categoría inédita, como sus libros son tanto autobiográficos como relatos de sus vidas pasadas, mezclan realidad y ficción en cóctel delicioso. Y no olvidemos a quienes ya escribían de antes y que en algún momento produjeron una autobiografía, como Steve Martin, Nöel Coward, John Huston o Peter Ustinov.

Las fraudulentas son un secreto bien guardado. Yo sospecho de unas cuantas que he leído, pero no expondré mis dudas por tratarse de estrellas que quiero y que me regalaron unos cuantos buenos momentos. De todos modos, tarde o temprano, el velo se corre, ya se sabe, por ejemplo, que la autobiografía de Heddy Lamarr la escribió Leo Guild y a la de George Sanders, Graig Rice.

Hace más tiempo del que quiero recordar, vi en el teatro Liceo, Memoir (rebautizada aquí La divina Sarah) de John Murrell en la que Bernhardt (Cipe Lincovsky) intentaba dictarle sus memorias a su secretario Georges Pitou (interpretado por un actor uruguayo cuyo nombre no recuerdo). La obra no era gran cosa, pero la situación me fascinó. Procuré imaginar cómo sería lidiar con una gran dama o astro de la escena para que se avenga a recordar las vicisitudes de su vida. Una gran estrella es una contradicción con piernas, tiene el problemita del ego más agigantado que el resto de los mortales, es a la vez tanto frágil e insegura como dominante y manipuladora, pasan de ser el centro del universo al último orejón del tarro, opuesto casi iguales, en ambos el protagónico es absoluto: el “centro”, el “último”, no caben las medias tintas. Durante años supuse que escribiría una obra de teatro en la que un o una grande le dictaba sus recuerdos a un escriba. En el 2009 abandoné la idea cuando Tito Cossa presentó Cuestión de principios, no había aquí una estrella sino un viejo militante de izquierda que le pedía a su hija, una escritora de éxito, que le editara sus memorias. Como sea me pareció que la confrontación sobre “memorias” al menos en el teatro argentino estaba zanjada. De todos modos, continuaba intrigándome el día a día entre una gran celebridad y un “negro” que se esfuerzan por sacar adelante un libro de recuerdos.

Ya lo sé y nada más ni nada menos que a través de Ava Gardner, uno de mis amores de toda la vida. Ava Gardner, the secret conversations de Ava Gardner y Peter Evans es la respuesta a todas mis preguntas. En 1988, Ava se contacta con Evans para pedirle que sea su “negro”, le concede largas entrevistas, supervisa algunos capítulos y, al enterarse de que Sinatra había demandado a Evans y la BBC  por explicitar su asociación con la mafia, termina por arrepentirse y negar la publicación del material total o parcial. Ava buscará otro “ghost writer”, Stephen Birmingham, y producirá Ava, my story, que se publicará a poco de su muerte en 1990.

Hace un par de años, Peter Evans consiguió el permiso de los herederos de Ava para sacar a la luz no la biografía trunca sino la historia de las conversaciones que mantuvieron. El libro quizá no ofrezca el retrato más halagüeño y completo de Ava, pero la muestra con una sinceridad feroz que la hace más querible. Recordar es un proceso que le hace daño porque no la motiva hacer las paces con el pasado sino el dinero: “Querido, es esto o vender las joyas, y después de tanto tiempo estoy apegada a mis piedras”. Salta de un tema al otro, trata de escamotear información y más que de las películas habla de los hombres que conoció, sus coprotagonistas (fue amante de algunos), sus maridos (Mickey Rooney, Artie Shaw y Frank Sinatra), del intermitente amor que mantuvo con Howard Hugues y de su violenta relación con George C. Scott, quien la molió a palos más de una vez. Pero lo atrapante, al menos para mí, es la seducción y la coacción a la que somete constantemente a Evans.
Lo curioso es que estas conversaciones parecen destinadas a no hallar una forma literaria definitiva, Peter Evans murió cuando trabajaba en este libro. Lo que leemos es un borrador sin su pase a limpio. Quizá no importe, Ava, en el ocaso, vuelve a fulgurar como nunca o como siempre.

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