Durante los ochenta y noventa, la
industria editorial nos bombardeó con biografías y autobiografías de cuanta
figurita repetida brillara mucho, poquito y casi nada en las galaxias del arte,
el deporte, la política, la ciencia o el dinero. Claro, por obsesiva
inclinación me especialicé en las del mundo del espectáculo. Tanto que podría
ofrecerme a los clubes de jubilados para disertar sobre ellas.
Entre las biografías, las categorías
que se imponen son las autorizadas y las no autorizadas. Las primeras corresponden
a estrellas perezosas que dejaron a biógrafos profesionales hurgar en sus
archivos, dialogar con parientes y ex amantes, completar algún hueco y
santificaron después el resultado con una bendición. Las no autorizadas
escarbaron en las miserias, preferentemente sexuales, del famoso inmolado de
turno. Escandalosas y difamatorias, están siempre sospechadas de ser tan
veraces como una planta de plástico.
Las autobiografías, en cambio, se
dividen entre las legítimas, es decir las escritas de puño y letra por la
celebridad que se celebra y las fraudulentas, o sea las que el famoso firma
pero que en realidad fueron confeccionadas con la complicidad de un ghost
writer (negro en la jerga local), un autor en bambalinas al que no se le
reconoce públicamente el crédito, aunque sí en contratos y regalías.
Entre las legítimas figuran, por
ejemplo, las de Michele Morgan, David Niven, Michael Caine, Liv Ullman, Angela
Lansbury, Lauren Bacall, Diane Keaton, Graciela Duffau o Sophia Loren (que
transformó la suya en una mini serie en la que se interpretó a sí misma y a su
propia madre). Otros comenzaron con una autobiografía y descubrieron una
vocación literaria que derivó en ficciones y ensayos de todo calibre, como Dirk
Bogarde, Julie Andrews, Lili Palmer, Simone Signoret, Carrie Fisher o Kirk
Douglas. Shirley Mc Laine inauguró una categoría inédita, como sus libros son
tanto autobiográficos como relatos de sus vidas pasadas, mezclan realidad y
ficción en cóctel delicioso. Y no olvidemos a quienes ya escribían de antes y
que en algún momento produjeron una autobiografía, como Steve Martin, Nöel
Coward, John Huston o Peter Ustinov.
Las fraudulentas son un secreto bien
guardado. Yo sospecho de unas cuantas que he leído, pero no expondré mis dudas
por tratarse de estrellas que quiero y que me regalaron unos cuantos buenos
momentos. De todos modos, tarde o temprano, el velo se corre, ya se sabe, por
ejemplo, que la autobiografía de Heddy Lamarr la escribió Leo Guild y a la de
George Sanders, Graig Rice.
Hace más tiempo del que quiero
recordar, vi en el teatro Liceo, Memoir
(rebautizada aquí La divina Sarah) de
John Murrell en la que Bernhardt (Cipe Lincovsky) intentaba dictarle sus
memorias a su secretario Georges Pitou (interpretado por un actor uruguayo cuyo
nombre no recuerdo). La obra no era gran cosa, pero la situación me fascinó.
Procuré imaginar cómo sería lidiar con una gran dama o astro de la escena para
que se avenga a recordar las vicisitudes de su vida. Una gran estrella es una
contradicción con piernas, tiene el problemita del ego más agigantado que el
resto de los mortales, es a la vez tanto frágil e insegura como dominante y
manipuladora, pasan de ser el centro del universo al último orejón del tarro,
opuesto casi iguales, en ambos el protagónico es absoluto: el “centro”, el
“último”, no caben las medias tintas. Durante años supuse que escribiría una
obra de teatro en la que un o una grande le dictaba sus recuerdos a un escriba.
En el 2009 abandoné la idea cuando Tito Cossa presentó Cuestión de principios, no había aquí una estrella sino un viejo
militante de izquierda que le pedía a su hija, una escritora de éxito, que le
editara sus memorias. Como sea me pareció que la confrontación sobre “memorias”
al menos en el teatro argentino estaba zanjada. De todos modos, continuaba
intrigándome el día a día entre una gran celebridad y un “negro” que se
esfuerzan por sacar adelante un libro de recuerdos.
Ya lo sé y nada más ni nada menos que
a través de Ava Gardner, uno de mis amores de toda la vida. Ava Gardner, the secret conversations de
Ava Gardner y Peter Evans es la respuesta a todas mis preguntas. En 1988, Ava
se contacta con Evans para pedirle que sea su “negro”, le concede largas
entrevistas, supervisa algunos capítulos y, al enterarse de que Sinatra había
demandado a Evans y la BBC por
explicitar su asociación con la mafia, termina por arrepentirse y negar la
publicación del material total o parcial. Ava buscará otro “ghost writer”, Stephen
Birmingham, y producirá Ava, my story,
que se publicará a poco de su muerte en 1990.
Hace un par de años, Peter Evans
consiguió el permiso de los herederos de Ava para sacar a la luz no la
biografía trunca sino la historia de las conversaciones que mantuvieron. El
libro quizá no ofrezca el retrato más halagüeño y completo de Ava, pero la
muestra con una sinceridad feroz que la hace más querible. Recordar es un
proceso que le hace daño porque no la motiva hacer las paces con el pasado sino
el dinero: “Querido, es esto o vender las joyas, y después de tanto tiempo
estoy apegada a mis piedras”. Salta de un tema al otro, trata de escamotear
información y más que de las películas habla de los hombres que conoció, sus
coprotagonistas (fue amante de algunos), sus maridos (Mickey Rooney, Artie Shaw
y Frank Sinatra), del intermitente amor que mantuvo con Howard Hugues y de su
violenta relación con George C. Scott, quien la molió a palos más de una vez.
Pero lo atrapante, al menos para mí, es la seducción y la coacción a la que
somete constantemente a Evans.
Lo
curioso es que estas conversaciones parecen destinadas a no hallar una forma
literaria definitiva, Peter Evans murió cuando trabajaba en este libro. Lo que
leemos es un borrador sin su pase a limpio. Quizá no importe, Ava, en el ocaso,
vuelve a fulgurar como nunca o como siempre.
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