viernes, 27 de septiembre de 2013

Festival Darrieux



La casualidad determina que me organice este minifestival Danielle Darrieux, porque en las distintas páginas en las que hallo películas, ponen casi simultáneamente tres films con esta gran estrella francesa de los años 40, 50 y 60 del siglo pasado. La chica nació en 1917 y por suerte todavía está entre nosotros. La última vez que la vimos por estos parajes en la gran pantalla fue en ese delicioso homenaje a las divas que armó François Ozon intitulado 8 mujeres.

Comienzo mi festival con Madame de… de Max Ophüls (La ronde, Le plaisir), el hombre que más sabía cómo se vivía en el siglo XIX. Después de ver su cine, se podrían escribir tratados sociológicos sobre la vida de los privilegiados y sus sirvientes en aquellos tiempos. Creo no haber visto esta película y de a poco voy descubriendo que sí, que se trataba de esas películas que los mayores te desaconsejaban ver en la temprana adolescencia, no porque tuviera nada inconveniente para nuestras dulces mentes, sino porque manejaban temáticas que nos excedían, pero que igual veíamos con la soberbia tonta de los que creen saberlo todo y apenas saben atarse los cordones. Hoy con canas, achaques y unas cuantas cicatrices sabemos que hay relaciones más densas que el barro y que no hay conducta humana que se abarque en una oración por brillante que sea. Danielle está casada con un militar noble, Charles Boyer. Tiene todo lo que una chica puede pedir, pero su corazoncito díscolo se enamora de un diplomático italianísimo, el gran Vittorio De Sica. La trama gira alrededor de unos aros de diamante que Charles le regaló para un aniversario y que Danielle vendió para pagar deudas contraídas a escondidas de Charles. Los aros terminarán en manos de Vittorio, que volverá a regalárselos a Danielle, quien no podrá lucirlos porque había dicho haberlos perdidos. Max Ophüls, como todo gran maestro, nos hace simpatizar con personajes francamente detestables. Danielle es coqueta y boba, Charles, un manipulador tremendo y Vittorio, un hipócrita mañoso. Sin embargo, mientras vemos el film, nos preocupamos por ellos y sólo después, una vez terminado, caemos en cuenta de la pobre catadura moral de los protagonistas. Danielle aquí andaba por los treinta largos y luce espléndida. Recordemos que se filmó en 1954 y por entonces no había los artilugios que hay hoy para postergar los efectos del paso del tiempo. Es bella, pero no tiene la perfección de una Catherine Deneuve, por ejemplo, aunque la cámara ama su rostro despejado y amplifica los matices de sus cambios de humor y emoción. Charles Boyer se pinta solo para ser más sinuoso que la cuesta del Totoral y Vittorio De Sica que, aparte de un director de la puta madre, era un actor espléndido seduce hasta quienes lo odian. Max Ophüls, maestro de la puesta en escena, escribe con la cámara. Y no exagero ni miento, en la primera escena se ven sólo unas manos de mujer que escarban cofres de joyas y desbaratan las pieles de un ropero y tras unos cuantos minutos vemos recién a Danielle frente al espejo de un tocador probarse los aros que venderá. Troesma total. Y hay más, Boyer le escapa a una discusión corriendo cortinas y cerrando ventanas y la cámara lo toma siempre desde afuera de la casa, y queda clarísimo que cierra el problema enterrándolo. Y no insisto para no abrumar y porque creo que aclaré el punto.

Sigo con Marie Octobre (1959) del también maestro Julian Duvivier (Pépé le Moko, Un carnet de bal, La fin de jour, Sous le ciel de Paris, L'affaire Maurizius, etc). Aquí Danielle es la chica del título, única mujer de una célula de la Resistencia contra la ocupación nazi. La célula se disolvió la noche que fueron atacados y mataron a su jefe. Unos quince años después, los integrantes de dicha célula se reencuentran en la casona en que transcurrieron los hechos fatídicos. Marie Octobre, devenida una especie de Cocó Chanel o sea diseñadora y dueña de una casa de modas, tuvo de cliente a un alemán que confesó haber pertenecido a la SS y que le contó que fueron traicionados por uno de los integrantes del grupo. ¿Quién? Se desata pues una intriga fascinante que revela personalidades duales, motivaciones oscuras y secretos más o menos inconfesables. Salvo la secuencia de los títulos, toda la película se resuelve en el interior de esta casona campestre y es tal la maestría de Duvivier que nada parece teatral ni extrañamos otras locaciones (Bergman, no sos el único maestro de los ambientes cerrados). Danielle está soberbia y entre el numeroso elenco masculino se lucen algunos nombres insignes del cine francés: Lino Ventura, Bernard Blier y Serge Reggiani.

Termino con Meurtre en 45 tours (Muerte a 45 revoluciones) (1960) de un tal Etienne Périer (¿?). Aquí Danielle es una cantante exitosa casada con un compositor no menos exitoso, que la cela porque cree que lo engaña con el pianista que la acompaña. Paranoia no infundada ya que Danielle de verdad le mete los cuernos con el rascateclas. El compositor cree también que están complotados para matarlo, idea que tampoco resulta trasnochada porque al rato muere en un accidente automovilístico de lo más sospechoso. Esta película tiene su importancia porque en la historia del cine policial o de misterio es un claro antecedente de esos films tramposos que se realizarán en gran cantidad en los noventa, tipo Malice/Daños corporales (1993) de Harold Becker con Nicole Kidman, Alec Baldwin, Bill Pullman, etc. La trama va cambiando de punto de vista a cada rato y el culpable puede terminar siendo el boletero que mató para implicar a la acomodadora porque lo dejó por el proyeccionista. Es decir, el argumento da más vueltas que un círculo para hipnotizar, los personajes cambian de motivaciones más que una modelo de ropa en un desfile y la historia se cierra a presión, dejando unos cuantos cabos sueltos que se usaron de cebo para despistarnos un rato, como el ovejero alemán que desaparece y aparece a voluntad del guionista. Entretiene, claro, deslealmente, a  puras trampas. Danielle como Doris Day en Encaje de medianoche está a punto de perder la razón, y al igual que Doris, por más desequilibrios psicológicos que padezca, no se olvida de peinarse, maquillarse y llevar trajes último modelo. Qué se le va a hacer, las divas enloquecen así. Pierden la cordura pero no los maquilladores, peluqueros y vestuaristas.

Demás está decir que con estas tres películas la pasé mejor que Perrito en un paseo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Volveré...

...cuando sentado a la computadora luzca exactamente igual a Gregory Peck en esta foto, mechón incluido... Está bien, esta bien, vuelvo antes...

jueves, 5 de septiembre de 2013

To be or not to be (qué cagada... soy actor)




Soy un actor, ante todo, por sobre todo, debajo de todo. Por elección, por imposición, por obstinación. Aunque no ejerza, en un rincón del espejo, en una foto perdida, aunque nadie venga a mis funciones. Y más que nada, claro, un actor de teatro, porque de televisión y cine, tan poco, casi nada.

 

Cuando asume un personaje, un actor de teatro investiga, propone, prueba, recrea, pone el cuerpo, mete la pata, avanza, retrocede, apuesta, le hace trampas a la emoción, a la intención, traza el conflicto del derecho, del revés y al través, juega, se aburre, se entusiasma, se rebela, reniega, cansa, sueña y vuelve a intentarlo otra vez. Ensaya, bah, hasta que lo logra, hasta que hace pie, hasta que el personaje respira en él, con él, y si no se desvía, si no se desconcentra, fluye en él.

 

Al fin, por fin. Sonríe. Y todos los maestros que tuvo también. Los muertos en sus tumbas, en sus nubes, en el viento. Los vivos en sus ascensores de gloria, en sus cadalsos de ego, en los libros insurgentes que prometieron escribir y que jamás garabatearán. Al fin, por fin. Todas las clases de actuación a las que asistió, todas las discusiones en las que participó, los hectolitros de café que tomó, las horas de sueño que perdió, cobran sentido, abandonan su imbecilidad, se recubren de significación. Al fin, por fin. No descubrió la cura de nada, no disminuyó el hambre, la pobreza, no pasará a la historia, ni desandará la trascendencia, pero el pedacito de mundo que le tocó habitar es un poquito menos lúgubre, porque él hizo su trabajo y casi atrapó un personaje. Porque, lamento decepcionarlos, un personaje nunca se atrapa del todo, el muy pillo puede desvanecerse con la celeridad con que se corporizó, no es hijo de mujer, es cosa de la imaginación.

 

Por eso el actor sabio sólo sonríe, ya aprendió que si se cree el César o descorcha el champán, vuelve a cero, o lo que es peor a la mascarada vacía. Ya sabe que a pesar de las luces, del aplauso, crear es casi una proeza secreta. Y si es un buen actor, uno de verdad, se olvida de todo, estira los músculos, calienta la gola, ejercita la respiración y se prepara para la repetición. Porque el teatro es un ajo, da sabor, deja aliento perfumado y repite.

 

Quienes no entienden el trabajo del actor teatral creen que la repetición es una maldición, un espejismo absurdo, una quimera rota, una contradicción insalvable, que es imposible disfrutar una y otra vez de algo que se sabe cómo empieza, cómo se desarrolla y cómo termina. Pero claro hay un truco para todo, hasta para el amor. El truco, ya lo dije, como al pasar, es olvidarse de todo, o, bueno, hacer cómo que todo se olvida. Entrar a escena y que nada exista salvo este aquí y ahora. Ése es el juego, como en el del amor, ir de a un paso a la vez, decirse sólo estoy en este segundo, desentenderse de toda ansiedad y expectativa, ser aquí, en este instante, uno, entero, abierto, y las líneas saldrán solas, sin que deba recordarlas, nada más que porque soy en este juego.

 

Actuar es también un viaje programado en el que todo saldrá bien si lo preparamos con detalle y previmos las contingencias. La ropa puede rasgarse, no importará si traemos un par de hilos y la aguja. La comida puede darnos acidez, no importará si el botiquín básico está cubierto. Y así. Y así también, un minuto lleva a otro y a otro y a otro. Y como atendemos nada más que la aventura de cada minuto, con su dicha o con su angustia, todo vuelve a ser nuevo otra vez y volvemos a sorprendernos como la primera vez. Ésa es la ilógica lógica del actuar, el eterno placer renovado de la repetición, el espejismo milagroso de hacer siempre lo mismo.

 
(Esta perorata es una respuesta a un alumno que me preguntó: che, profe, ¿no te aburre enseñar siempre el to be?)