Como termino temprano con las traducciones, aprovecho la
tarde para ver algunas películas de entre las muchas que bajé. Opto por los
setenta y sus bordes y elijo dos. La chica
de Petrovka (Robert Ellis Miller, 1974), una comedia romántica bastante
buena con una gran actuación de Goldie Hawn y El día del fin del mundo (Irwin Allen, 1980), una película
catástrofe bastante mala con Paul Newman, Jacqueline Bisset, William Holden
entre otros notables. Pero su encanto radica en ver cuán mala puede llegar a
ser. Aumenta su atractivo que esté doblada, no al español latinoamericano, sino
al español de España. Oír a William Holden decir a alguien en el teléfono: “Que
se ponga”, me desata una carcajada. Me preparo una cena de papas fritas y
huevos. Me cuido porque ya estoy mayorcito, pero una vez al mes me permito una
comida colesterolosa sin culpa. Y como junio ya había terminado… Miro un poco
de tele y me voy a dormir. Me pongo a leer un policial original y seductor. La protagonista
tiene 11 años, transcurre en Inglaterra en 1950 y se recrean los modismos de
los autores de la época, como Graham Greene, autor muy frecuentado por nosotros
en la facultad. Me duermo con una sonrisa. A las cuatro me despierto. Me duele
la espalda y el cuello. Debo haber adoptado malas posturas mientras dormía. Me levanto,
me improviso un sándwich de queso para que no me den acidez las dos aspirinas
que me tomo. Antes de volver a acostarme, hago estiramientos y elongaciones
para acomodar los músculos, que uno no al pedo tomó tantas clases de teatro. Ni
las aspirinas ni las elongaciones anulan el dolor. Sé que ya no voy a volver a
dormirme e intento entretenerme con la novela de la joven detective. Como a las
seis me duermo aunque me despierto pronto, tengo pesadillas. A las 8 salgo
corriendo a que me den masajes. Vi que donde hacen pilates, también dan
masajes. Una chica de unos treinta años, me acuesta boca abajo en una camilla,
me cubre de ungüento y me castiga la espalda hasta que grito de placer y dolor.
El dolor se atenúa aunque me recomienda volver a la tarde para otra sesión si
quiero dormir bien. Le aseguro que volveré.
Camino a casa me pregunto por qué tengo la espalda y el
cuello a la miseria, si hice mis deberes: di clases con alegría, traduje con la
mejor de mis voluntades posibles, me reí cuánto pude, armé una grilla para
tachar los días que faltan para las vacaciones en la que ya puedo tachar el
paro del viernes y la bendición de un nueve de julio en lunes, y me premié con
un domingo bueno, casi perfecto. No necesito rumiar mucho para que me venga la
respuesta.
Por más que hagas los deberes y te premies otorgándote todos
los pequeños placeres a tu alcance, las viejas frustraciones que arrastras de
toda la vida, más las nuevas que imperceptiblemente vas sumando te alcanzan, y
de nada vale que te rías o que vivas el castigo cotidiano con una sonrisa. Entonces
sólo te queda joderte y hacer lo que debas para que el dolor se pase. A veces
la mejor filosofía es no tener filosofía.
Fue
otro capítulo de Zen al paso
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