A los que hemos escrito
teatro nos han preguntado alguna vez qué obra del repertorio mundial nos
hubiera gustado escribir. Hay una mayoría que prefiere Hamlet; otros, muchos también, optan por Esperando a Godot; otros eligen El
enemigo del pueblo; algunos El
tranvía llamado deseo; más de uno Las
brujas de Salem; no pocos Largo viaje
del día hacía la noche; los melancólicos La gaviota o El tío Vania;
y no crean que se quedan afuera El
inspector general, Fuenteovejuna,
Yerma, Santa Juana, Las troyanas,
Galileo, Tartufo o La importancia de
llamarse Ernesto. A mí me hubiera gustado escribir Filumena Marturano.
¿Por qué? Porque es
esencialmente popular y nadie en su sano juicio no la tildaría de arte puro.
Las obras de teatro son putas. Algunas son amadas. Otras, respetadas. Pero
entre las mejores están las que son a la vez amadas y respetadas. De tan putas,
claro. (Esta idea de la putez, por desgracia, no es mía. Tito Cossa, entre
otros, la han usado).
Tiene uno de los personajes
femeninos mejor redondeados. Cualquiera en su situación se sentaría a llorar en
un rincón. Se flagelaría o maldeciría su suerte. Ella no, toma el rencor en sus
manos y pergeña un plan creativo, recuperará a su hombre, que no será un
dechado de virtudes, pero no es malo y es suyo, y de paso construirá una
familia. Algo nada fácil en tiempos en que la única familia posible era la
reglada por el estado y santificada por la iglesia, con casamiento de blanco,
por las virginidades que eso implica y con los correspondientes bautismos ante
cada nacimiento.
La obra arranca bien arriba,
como le gustaba a Shakespeare (en realidad lo obligaba el público que estaba
más para atender sus cosas que una obra). No doy detalles para no arruinarles
las sorpresas a los que tienen el placer de no conocerla (envidio siempre a los
que todavía no han leído Cien años de
soledad, Boquitas Pintadas, que
no han visto Mi bella dama o Breaking bad, porque tienen la
posibilidad de maravillarse al descubrirlas, a mí me queda solo amarlas, el
descubrimiento ya fue hecho). Y cuando el pobre Doménico quiera salir de la
trampa en la que ha caído, ella esgrimirá un secreto que lo dejará de una
pieza. Encima el secreto implica un enigma, que le desatará una curiosidad insaciable,
que ella manejará diamantina, inexorablemente. Se llega entonces a un final que
conmociona al más pintado y ratifica una idea que la obra venía piloteando
desde un principio: que la vida se preserva mejor a sí misma a través del amor
(para perdurar puede usar la violencia y el horror pero por suerte elige también
el amor) e introduce otra que uno se lleva de recuerdo a la salida: que las
lágrimas no son privativas de la angustia. Algo que uno experimenta en carne propia en ese momento, porque el que
no anda moqueando, las oculta como puede.
Para cine o televisión ya
fue filmada 9 veces, una argentina (195), tres italianas (1951, 1964 y 2010),
dos alemanas (1960 y 1967), una francesa (1970), una portuguesa (1994) y una
yugoslava, de cuando todavía existía Yugoslavia, claro (1996). La variedad de
nacionalidades da cuenta de su popularidad mundial. Desde que nació, allá por
1946, se dio en cuanto país tuviera un teatro.
A nosotros, por cercanía, de
estas versiones registradas nos interesan las dos primeras y la de 1964. Por
esas cosas del destino no solo fue uno de los más grandes éxitos de la carrera
de Tita Merello, sino que tuvo el honor de ser la primera de llevarla a la
pantalla, allá por 1950. Su Doménico era el gran Guillermo Battaglia; y puesta
teatral y película fueron dirigidas por Luis Mottura. Recién al año siguiente,
1951, su autor, el inmenso Eduardo De Filippo la llevo al cine con su hermana
Titina De Filippo como Filumena y con él, como Doménico. Y en el año 1964, el
genial Vittorio De Sica con el título de Matrimonio
all’italiana haría la versión cinematográfica por excelencia (según leí,
las demás versiones (vi solo la de Tita y la Titina, aparte de la de De Sica,
claro) son registros más o menos fieles de la obra teatral). Por supuesto a la
película de De Sica no la hace menos extraordinaria, entrañable e inolvidable
que los protagonistas fueran Sophia Loren y Marcello Mastroianni.
Con lo que por aquí amamos
el teatro, se hizo pocas veces. Durante años y años tuvo dueña: Tita Merello.
En el fondo nadie se le animaba por temor a la comparación. En 1980, gracias al
éxito de 1977 de la versión dirigida en Londres por Franco Zeffirelli con Joan
Plowright y Colin Blakely en los protagónicos, llegó nuevamente a un teatro
porteño con Cipe Lincovsky y Alberto de Mendoza, quien por esas caprichos de la
vida fuera uno de los hijos en la versión de Tita Merello. Tita todavía vivía y
Osvaldo Pacheco medió sin éxito para que recibiera a Cipe y le contara secretos
del personaje y aunque nunca lo reconoció, como el Teatro del Globo le quedaba
cerca de dónde vivía, una noche entró y la vio. A la salida le dijo al control
que la dejó pasar: “No será la Merello, pero vale”. Cuando se enteró, Cipe
sintió como si se hubiera ganado un Óscar. Graciela Dufau la leyó una vez a
beneficio de la casa del teatro, pero por lo que fuera nunca la hizo como Dios
manda. En el 2006 la hicieron Hugo Arana y Betiana Blum, luego reemplazada por
Virginia Lago. Norma Pons que la tenía entre ceja y ceja no pudo al final
hacerla y se la legó en una cena a Moria
Casán. Habrá que ver si alguna vez la encara o si la deja en anécdota.
Hoy llega de la mano de
Claudia Lapacó y Antonio Grimau. Claudia, grande entre las grandes, tiene ya un
currículo que envidiaría hasta la divina Sarah. Iluminó algunos de los
personajes más complejos del teatro universal. Me regaló tantas noches
inolvidables que no sé por dónde empezar. Entre las que rápido me dicta la
memoria, me vienen Los monstruos sagrados
de Cocteau, La profesión de la Señora
Warren de Bernard Shaw, Viaje de un
largo día hacia la noche de O’Neill, Lo
que vio el mayordomo de Orton y entre las dirigidas por China Zorrilla, me
quedo con La pulga en la oreja de
Feydeau y Salven al cómico de Marcelo
Ramos. Ah, la amé casi tanto como el personaje de Alfredo Alcón en Filosofía de vida de Juan Villoro, obra
por la que su primer exmarido, Rodolfo Bebán, abandonó el ostracismo.
Todo pinta bien en esta
versión, elenco, dirección (nada más ni nada menos que Helena Tritek),
escenografía y luces de nuestro ganador del Óscar, Eugenio Zanetti.
Comprobaremos que tal fue cuando la veamos.
En mi pequeña historia personal, jamás olvidaré que fue la espera de
este estreno lo que me ayudó a soportar el primer mes del avasallamiento
macrista. Al menos por eso, mis eternas gracias.
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