Ningún artista es igual a sí mismo todo el tiempo. Son seres humanos con sus más y sus menos. Con sus tiempos de cosechas abundantes y sus temporadas de vacas flacas. Ya se trate de pintores, escultores, escritores, compositores, actores o músicos, todos, a pesar de la frecuentación de un arte que a la larga se traduce en oficio, tienen sus momentos lúcidos y sus menos lucidos. Nunca más pertinente el juego con acentos. Y entre todos, los cantantes son las más vulnerables, porque el canto es casi un milagro y la voz humana, un misterio. Mensurable en cuerdas vocales, glotis y corrientes de aire vibradoras, aunque igual un misterio. Nosotros tenemos la dicha y fortuna de contar con algunas de las mejores cantantes del mundo. No es mito ni soberbia, sino una verdad de Perogrullo. Y entre ellas, alguien que de tan excelsa, está más allá de todos los adjetivos: María Graña. Como todos los que por este mundo andamos tiene en su haber felicidades y alegrías y en su debe, desgracias y tragedias. Vaivenes que repercuten en su voz, aunque incluso en los peores momentos es bella de toda belleza. Pero cuando su voz está bien, uno toca el cielo con las manos, participa de la beatitud de los ángeles, comprende al fin, por un ratito, porque un Dios benevolente nos dio voz y no un graznido ni un ladrido.
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