El paso del tiempo te
quita muchas cosas, pero te da también algunas ventajas, amplía tu horizonte,
profundiza tu perspectiva. Yo, por ejemplo, puedo decir con orgullo que vi
todas, o casi todas, las películas con Sophia Loren, incluso las de su período
inicial en Italia en algún ciclo perdido de la cinemateca o del instituto de
cultura italiana. Está bien, no es un logro que pueda incluir en el currículum,
pero engrandece mi pequeña historia individual, colorea mi pie de página. En
clases con jóvenes, más como broma interna que otra cosa, suelo mencionar
ejemplos con Sophia. Casi siempre me preguntan con extrañeza ¿Y esa quién es?
Entonces digo alguna estupidez del tipo: Era la Angelina Jolie de su época. Símil
desproporcionado si los hay. Porque, seamos francos, Angelina es una divina,
pero en comparación, pierde por goleada.
Cuando empecé a ver
cine, a edad tempranísima, Sophia era una estrella instalada, consolidada, y,
ahora, a propósito de su cumpleaños número 80, entre escuelas, me puse a pensar
¿cuál fue la primera película con Sophia que vi? Después de mucha introspección,
concluí que o La caída del imperio romano
o La condesa de Hong Kong. O sea la
Sophia más bella y deslumbrante de todas. Siempre fue bella, pero cerca,
durante y después de La condesa de Hong
Kong fue bellísima. Las estrellas sufren transformaciones, algunas
quirúrgicas, y otras, menos cruentas, de maquillaje y peluquería. Algún artista
de estas dos últimas disciplinas (que muere en el anonimato) descubre en algún
momento que si las depilan así, si les delinean los ojos asá, si amplían o
achican la frente aquí u acullá, si acentúan u opacan los pómulos con tal o
cual base, si les cortan el pelo en este estilo o se lo levantan según aquel
otro, la natural belleza de la estrella se realza. Y con Sophia por aquel
momento, alguien descubrió el cómo y ella lo mantuvo hasta ahora.
Esta vez no recurriré
a los datos duros para hablar de su carrera sino que me remitiré a mi memoria
afectiva. Si de niño que todavía tomaba la leche a la salida de la escuela (más
bien mate cocido con leche porque estaba en Catamarca) la descubrí en La condesa de Hong Kong, es comprensible
que después me perturbara los sueños, porque acariciada por resbaladizo raso o ladina seda blanca, cubriéndose de
repente las desnudeces con sábanas blancas o toallas rosadas, la señora era una
experiencia arrebatadoramente erótica, y me quedo corto.
Desde entonces, si
ella está, la película no es mala (o sí), pero nunca, ni en el peor de los
jamases es aburrida, porque me entretengo concentrándome en ella, mirándola adorándola,
memorizándola, guardándomela para los momentos crudos, los duelos, los
insomnios, el desamor, la ingratitud, la soledad y el fracaso. Si se la evoca,
no hay hora oscura que no se ilumine un poco.
Como todo cinéfilo
con pretensiones, tengo mi Sophias
favoritas, como la de Una giornata
particolare, la de Los girasoles de
Rusia, la de Lady L, la de Ayer, hoy y mañana con ese inolvidable strip-tease
para Marcello (Mastroianni, of course), que repetiría 31 años después,
igualmente espléndida en Pret-a-porter
para otro Marcello, siempre atractivo pero ya no tan espléndido, la de Matrimonio a la italiana, sobre la
bellísima Filumena Marturano del gran
Eduardo De Filippo, (Madonna santa), el vestidito negro de tul que se pone
cuando hace de prostituta cura hasta el mal de ojo, la de Amor, muerte, tarantela y vino, la de Mortadela, la de Arabesque
y (Dios la bendiga y le dé salú), la de la piel lustrosa de sudor de El hombre de la Mancha y la de (Ave
María purísima) Y vivieron felices.
Y a los 80 sigue en
actividad, en el Cannes de este año, presentó La voz humana, un medio metraje de 25 minutos, dirigido por su hijo
Edoardo Ponti, sobre el monólogo de Jean
Cocteau, hablado esta vez en dialecto napolitano y ambientado en 1950. (¡Qué
manía la de las actrices por este monodrama telefónico en las que el amante las
deja para casarse con otra! ¡No me explico cómo mujeres hechas y derechas, que
podrían tener los hombres que quisieran y sacárselos de encima como quien
escupe el carozo de la aceituna, gustan de identificarse y sufrir con la última
conversación con un fulano que las termina de patear… por teléfono! Misterios
del alma femenina).
Seguiré mencionando a
Sophia en las clases, más que nada porque es parte de mi vida, de lo que soy, y
cuando los alumnos me pregunten ¿Y ésa quién es?, sentiré pena por ellos y
pensaré que el tiempo me quitó muchas cosas, pero me dio a la Loren. Un
consuelo vano, dirá usted de entrada, pero si la conoce y si se le ha aparecido
también en sueños, rotunda, sensual, deslumbrante, con esa pícara e invitadora
mirada napolitana, convendrá conmigo en que después de todo, si se lo considera
bien, el consuelo no sea en vano para nada y que solo por estupidez semántica parezca
serlo.