jueves, 29 de agosto de 2013

De premios, leones y Leonores



Las entregas de premios me aburren soberanamente. En algún momento me entusiasmaron, ya no. El martes a la noche, a pesar del cansancio, trasnocho y veo completa la entrega de los premios teatrales ACE, no por darle la razón a Walt Whitman y su “qué carajo importa si me contradigo a mí mismo”, sino porque he visto la mayoría de las obras nominadas y coincido mayoritariamente con las nominaciones. Hago fuerza porque ganen mis favoritos y en las ternas que más me importaban, lo logran. No hace mucho, en este mismo blog, hablaba de Manzi, la vida en orsai, que con justicia se alzó con los premios al Mejor Musical o Music Hall (Betty Gambartes, Diego Vila, Bernardo Carey), Mejor Dirección de Musical o Music Hall (Betty Gambartes) y Mejor Actuación Masculina y Femenina en Musical y Music Hall para los impares Jorge Suárez y Julia Calvo. Manzi, una vida en orsai está en cartel e invito a que la vean.

Ganan también Leonor Manso y Daniel Fanego como Actriz y Actor Protagónico en Drama por El león en invierno de James Goldman, que desafortunadamente ya no está en cartel. Lo ganó primero Leonor y me puse a hacer fuerza para que lo ganara también Fanego. Sobre todo porque, al margen de los merecimientos personales indiscutibles, armonizaban tan bien en escena que sólo hay una palabra para describir lo que hacían toda vez que estaban juntos: delicia. Las buenas actuaciones se disfrutan, se paladean, y en las rarísimas ocasiones en las que los protagónicos conjugan al unísono el tan mentado verbo jugar, el placer intelectual se vuelve orgásmico de tan físico. Calvo y Suárez también se complementan de maravillas, pero ya hablamos de ellos, hablemos hoy de la Manso y el Fanego.

El león en invierno transcurre en la Navidad de 1183. El rey Enrique II Plantagenet libera para la ocasión a su reina a la que tiene prisionera, Leonor de Aquitania, para negociar quién sucederá en el trono. Enrique quiere que sea el que luego será conocido como Juan sin Tierra, mientras que Leonor quiere que sea el que pasará a la historia como Ricardo Corazón de León. A Godofredo, el  otro hijo en baile, nadie lo quiere. En esta reunión cumbre también participan Alaís, ex  protegida de Leonor y actual amante de Enrique, y el hermano de ésta, el rey de Francia, Felipe II. Habrá escaramuzas varias, duelos verbales agudos, mucho humor punzante y también dolor.

El león en invierno tiene rumbosas e ineludibles versiones, una cinematográfica y otra televisiva. En cine la hicieron nada más ni nada menos que Katherine Hepburn y Peter O’Toole (1968). Y en televisión la hicieron nada más ni nada menos que Glenn Close y Patrick Stewart (2003). La Manso y el Fanego, por arte exhibido en incontables oportunidades, nada tienen  que envidiarles a sus prestigiosos predecesores. Pero como excelentes actores que son, ofrecen una lectura de la obra personal e intransferible.

En las visiones de O’Toole y de Stewart, Enrique es un león demasiado viejo y mañoso para dar zarpazos mortales. El león de Fanego es más de temer, todavía puede desmembrar de un zarpazo, algo que el director Pompeyo Audivert señala en la primera escena en la que aparece Enrique al mostrarlo con el torso descubierto. Nos dice: puede que este hombre no esté en la plenitud, pero la sangre aun le corre vigorosa. Y tanto la Leonor de Hepburn como la de Close son mujeres que evocan su pasado como laureles que ya no pueden reverdecer, la Leonor de la Manso evoca el pasado pero no lo da por gloria irrecuperable, no, cree que todavía puede dar pelea y si se le diera la chance recuperar a Enrique, de allí que cuando pide que Enrique bese a Alaís delante de ella no lo haga para matar sus esperanzas sino con la saña masoquista y voyerista de quien quiere ver lo que le están quitando. Esta visión más latina de arrancarles a los personajes sus pies de las tumba le da a esta hermosa obra y sus juegos una inmediatez y una vitalidad arrolladoras. No hay aquí ronroneos intelectuales que reemplazan a las ardores de antaño, sino pasiones que todavía rugen estentóreas.
Tuve el honor de ver la obra dos veces, la primera cerca del estreno y la segunda cerca del final de la temporada. Las funciones fueron a cual mejor. Manso y Fanego respiraban sus personajes magistralmente y fue una alegría verlos premiados por tal inolvidable maravilla.

jueves, 22 de agosto de 2013

Vale todo




Michael Billington, el crítico teatral de The Guardian, sostiene que el musical  más que buenas canciones requiere un buen libro, que si el libro es de verdad bueno, aunque las canciones sean mediocres, el musical puede ser efectivo. Otros dicen lo contrario, que si las canciones son buenas se sale adelante incluso con un mal libreto. Anything goes (Vale todo) más que zanjar la discusión, la profundiza.

Tiene algunas de las más bellas canciones de Cole Porter, muchas son hoy estándares del jazz, pero viene flojito de libreto. (P.G. Wodehouse y Guy Bolton firman el original.) En sucesivos reestrenos lo pulieron un poco, pero más que mejorarlo, fortalecieron sus debilidades (valga el oxímoron). Hoy se ve en la versión de Howard Lindsay y Russel Crouse.

Tal como está es un ejemplo arqueológico de cómo se concebían los espectáculos musicales en los años treinta del siglo pasado. Salvo a Ethel Merman y a Vivian Vance, desconozco los talentos del elenco original, pero es obvio que el espectáculo se armó para lucir sus habilidades en la comedia. Si bien apunta a los enredos de lo que nosotros llamamos vodevil, más que una trama, hay aquí una sucesión de esquicios cómicos unidos con bellísimas canciones.

Transcurre en un transatlántico de lujo que viaja de Nueva York a Londres. Hay un cuarteto protagónico con amores cruzados compuesto por una cantante de cabaret de práctica filosofía (Peña), un galán tan encantador como voluble (Ramos), un noble inglés excéntrico que procura manejar el slang (lunfardo, en este caso) (Salazar) y una bella niña casadera (Scaglione), más la madre desesperada por casar a su hija para salir de apremios económicos (Gago), un millonario corto de vista muy amigo de la botella (Catarineu), un gánster perdedor que es el Enemigo Público número trece (Pinti),  un capitán (Musó) y un sobrecargo (Bossio) obsesionados por tener celebridades entre los pasajeros, una chica muy proclive a satisfacer las necesidades sexuales de todos los marineros (Pachano), y un par de chinos afectos al juego. Todos ellos, más que personajes, son arquetipos cómicos muy en boga en la época en que el espectáculo se generó.

Nuestro crítico experto en musicales, Pablo Gorlero, escribió en la reseña del estreno de la presente versión que en la visión general del espectáculo se extraña a Darío Víttori, quien como actor o director le hubiera sacado el jugo a este material. Coincido plenamente. Se extraña el oficio que daba la tradición cómica para brindar cohesión teatral hasta a las tramas más endebles. Alejandro Tantanián hace the second best, o sea lo que sigue en orden de mérito. Como cuenta con un dream team de la comicidad (Florencia Peña, Enrique Pinti, Martín Salazar, Roberto Catarineu, Noralih Gago) los deja recurrir a las herramientas que les dieron efectividad y sabiduría cómica. No habrá cohesión, pero sí muchas carcajadas cada vez que puedan despuntar el oficio. Diego Ramos por suerte está más cerca del galán paródico de Los 39 escalones que de su envarado Capitán Von Trapp en La novicia rebelde. Josefina Scaglione, que fuera la María del último Amor sin barreras (West side story) en Broadway, como es la damita joven hace lo que menos le cuesta, ser hermosa, elegante y lucir el caudal vocal que Dios le ha dado. La sorpresa, al menos para mí porque nunca la había visto, fue Sofía Pachano, la chica despliega una bienvenida soltura. Leo Bossio y Mariano Musó ratifican sus encomiables condiciones para el género. Es muy pero muy hermoso el vestuario de Pablo Battaglia y espectacular y bella la escenografía de Oria Puppo. Y de primera el resto de los rubros técnicos, los arreglos, los músicos, los bailarines, las coreografías, las luces, el sonido. Ah, y aunque no se le dé tanta relevancia a su trabajo en el programa de mano, mi reverencia al auténtico héroe de la velada: Marcelo Kotliar, el adaptador de las letras de las canciones. Pocas cosas más difíciles que serle más o menos fiel en la traducción a un buen letrista de musicales. Y si el letrista es Porter, uno de los reyes del género, más todavía.

Pese a todas las virtudes que el show ofrece, quien hace que este viaje valga la pena es Florencia Peña. Se extraña que no tenga aquí un protagónico absorbente como en Sweet Charity, porque cada vez que está en escena, el musical se eleva a otro plano, el de la armonía, ya que conjuga como pocas la actuación, el canto y el baile. El aserto que afirma que Broadway adora por sobre todo a las personalidades se refiere a eso que hace o tiene Peña. “Ángel” combinado con dominio técnico de las disciplinas involucradas, más la voluntad ecuménica de calzarse el espectáculo al hombro y llevarlo a buen puerto para devolver con creces el  precio de la entrada y el tiempo invertido. Hablando estrictamente, su fuerte es la actuación, en las lides del canto y baile, quizá haya otras con más voz (aunque ella hace buen uso de la propia y como el Gardel del mito cada día canta mejor) o que muevan las tabas con más destreza (sin embargo navega tanto las sinuosidades de Bob Fosse (Sweet Charity) como el zapateo americano estilo Hermes Pan (aquí) con grácil desenvoltura), a lo que voy es que ninguna fusiona actuación, canto y baile con la luminosa organicidad con que lo hace ella. Una genuina protagonista de musicales, porque como también dice Michael  Billington, y esto nadie le discute, el musical ante todo es teatro.

A mis compañeras y compañeros de aventuras teatrales les aclaro que como con Sweeney Todd decidí ir la primera vez solo para dejar a mi mente divagar. Pero no implica que los haya dejado por su cuenta y riesgo. Encantado los acompañaré de a uno o a todos juntos. Como con Sweeney Todd iré todas las veces que me permita el bolsillo. Y si bien no amo a Cole Porter tanto como a Stephen Sondheim, cerquita nomás le anda. Sondheim es un gusto adquirido y Porter es la música de mis primeros musicales de Hollywood que vienen con gusto a tamal y a olor de pichanilla de la cuesta del Portezuelo porque los vi en la Catamarca de mi infancia.
(En la foto se ve, de pie a Roberto Catarineu, Enrique Pinti, Florencia Peña, Diego Ramos y Noralih Gago, sentados a Mariano Musó y a Martín Salazar, y en cuclillas a Josefina Scaglione, Leo Bossio y Sofía Pachano)

jueves, 8 de agosto de 2013

Un tal Manzi




A quienes no fuimos contemporáneos del apogeo del tango, los que sí lo fueron, nos decían: “Al tango se llega con la edad, con las primeras canas”. Axioma que repito como un mantra, cuando un alumnito me pregunta: A usted, profe, ¿¡le gusta el tango?! Para mi suerte al tango, como al cine de los grandes maestros, llegué precozmente.

Pasé mi infancia en Catamarca, por aquel entonces la televisión no había llegado, sólo había radio (y cine, claro). El folklore y el tango fluían a raudales. Mi tía Martina, que había quedado como mi tutora cuando mis padres se vinieron a La Plata, tenía varios discos de tango que escuchaba una y otra vez. Yo no les prestaba mucha atención, no podía decir si el tango me gustaba o no, era algo que estaba allí sin que uno tuviera que ver, como el viento.

La radio era omnipresente, había una sola emisora y estaba prendida desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. Los programas locales se alternaban con enlatados que venían de Buenos Aires. Jamás me perdía el radioteatro de Violeta Antier y Alfredo Alcón (ella murió joven y su voz se me perdió; la de él, reforzada por todas las veces que lo vi, vive en mí.) Pasaban también un programa de Guerrero Marthineitz y otro de Pinky. Se me ordenaba apagar la radio si hacía deberes de lengua o matemáticas, pero cuando hacía un mapa o dibujaba una casita de Tucumán, me dejaban oírla. En un programa de Pinky, escuché hablar de Homero por primera vez. Pasó el disco completo A Homero que Susana Rinaldi acababa de sacar. Entre canción y canción, Pinky hablaba con un hombre, cuyo nombre se me escapó, maravillas de Manzi y de la Rinaldi. Aunque fuera la Rinaldi con su interpretación la que me llevara a prestar atención a las letras y descubrir a Homero, no fue ella la que deslumbró sino Manzi. Hasta ese momento los tangos hablaban de percanta-que-amuraste-en-lo-mejor-de-mi-vida, de pobre-y-solterona-te-has-quedado-sin-ilusión-ni-fe, de volver-con-la-frente-marchita y así, cosas que me parecían tan lejanas y exóticas como Tanganica. Pero cuando Rinaldi atacó y cantó: “Fui como una lluvia de cenizas y fatigas / en las horas resignadas de tu vida... / Gota de vinagre derramada, / fatalmente derramada, sobre todas tus heridas”, sin importar que tenía unos 11 años y estaba más lejos de haber tenido una relación amorosa destructiva que de Saturno, la sonoridad, la seducción, un mundo iluminado y abarcado me llevaron a comprender o más bien intuir lo que era un poeta de verdad.

Pasaron el disco en orden, a Fuimos, le siguieron Barrio de tango, Papá Baltasar, Ninguna, El último organito  y A Homero, el homenaje de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo a quien fuera su amigo. Concluía así el lado A del long play, dijeron algo antes de pasar al B, pero a mí no me importaba lo que dijeran, quería seguir oyendo a Homero. Vinieron así Malena (la única que ya conocía porque había que ser marciano para no conocer Malena), Betinoti, El pescante, Romance de barrio, Che bandoneón y las lacerantes Definiciones para esperar mi muerte, poema que venía con el fondo musical de Sur. Al rato que el programa terminó, mi tía vino a ver cómo me iba con lo que fuera que estuviera haciendo (creo que era el dibujo de unas vasijas diaguitas) y aproveché para preguntarle si conocía a un tal Homero Manzi. Claro, m’hijito, me contestó, es un importante poeta del tango. Asentí, no iba a discutir semejante verdad, como cuando le porfiaba que los Beatles eran mejor que Los Chalchaleros (y… qué se le va a hacer, también se aprende de las estupideces propias…)

Al poco tiempo de estar instalado en La Plata, cursando el primer año del secundario, en el Centro Cultural del Disco me crucé con A Homero de la Rinaldi y lo compré. La cajera me preguntó si era un regalo para mis padres. Le contesté que no, que era para mí. Procuró disimular la cara de sonamos-tenemos-otro-aparato, pero no pudo. En aquellos tiempos, todos los de mi edad escuchaban Sui Géneris, Pescado Rabioso y demás, yo, también, pero los alternaba con Manzi.

Así fue como conocí a Homero, que se me reapareció en estos días. En las vacaciones me había  propuesto ver algunas obras de teatro a las que les tenía ganas. Entre las imperdibles figuraba Manzi, la vida en orsai, un musical de Betty Gambartes, Bernardo Carey y Diego Vila. Ellos tres ya habían concebido unos pocos años atrás otro musical dedicado a otro grande del tango, Enrique Santos Discépolo. Se llamó Discepolín y yo con Diego Peretti, Roberto Carnaghi, Lidia Catalano, Claribel Medina, Rodolfo Vals, Claudio Martínez Brel y el Chino Laborde en los protagónicos. En ambos casos partieron de momentos capitales en la vida personal y profesional de estos creadores, los desarrollan y los resignifican con las canciones que contribuyeron a pergeñar. En Manzi, la vida en orsai, los protagonistas son Jorge Suárez (Manzi), Julia Calvo (Nelly Omar) y Néstor Caniglia que interpreta a varios personajes, entre ellos Cátulo Castillo y Anibal Troilo. Acompañados por un trío de músicos, Damián Bolotini (violin), Gabriel Rivano (bandoneón) y Diego Vila (piano y conducción). El espectáculo es excelente. Jorge Suárez es uno de nuestros mejores actores y canta muy pero muy bien. Julia Calvo es un milagro, mezcla rara de Katina Paxinou, Anna Magnani, Tita Merello y Melina Mercouri, no sólo actúa como los dioses sino que es dueña de un vozarrón elocuente y colorido, una auténtica fuerza de la naturaleza. Néstor Caniglia no va a la zaga ante estos dos monstruos de la expresividad y perfila con nitidez sus personajes. Pocas veces el teatro es lo que en esencia es: un rito de elevación. Esta vez lo fue. Una noche feliz.
Manzi, la vida en orsai se presenta en la ciudad de Buenos Aires, en el teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062 (casi avenida Santa Fe) y va los jueves y viernes a las 21, los sábados a las 20 y a las 22:30, y los domingos a las 20 hs.