A quienes no fuimos contemporáneos del
apogeo del tango, los que sí lo fueron, nos decían: “Al tango se llega con la
edad, con las primeras canas”. Axioma que repito como un mantra, cuando un
alumnito me pregunta: A usted, profe, ¿¡le gusta el tango?! Para mi suerte al
tango, como al cine de los grandes maestros, llegué precozmente.
Pasé mi infancia en Catamarca, por
aquel entonces la televisión no había llegado, sólo había radio (y cine,
claro). El folklore y el tango fluían a raudales. Mi tía Martina, que había
quedado como mi tutora cuando mis padres se vinieron a La Plata, tenía varios
discos de tango que escuchaba una y otra vez. Yo no les prestaba mucha
atención, no podía decir si el tango me gustaba o no, era algo que estaba allí
sin que uno tuviera que ver, como el viento.
La radio era omnipresente, había una
sola emisora y estaba prendida desde que nos levantábamos hasta que nos
acostábamos. Los programas locales se alternaban con enlatados que venían de
Buenos Aires. Jamás me perdía el radioteatro de Violeta Antier y Alfredo Alcón
(ella murió joven y su voz se me perdió; la de él, reforzada por todas las
veces que lo vi, vive en mí.) Pasaban también un programa de Guerrero
Marthineitz y otro de Pinky. Se me ordenaba apagar la radio si hacía deberes de
lengua o matemáticas, pero cuando hacía un mapa o dibujaba una casita de
Tucumán, me dejaban oírla. En un programa de Pinky, escuché hablar de Homero
por primera vez. Pasó el disco completo A
Homero que Susana Rinaldi acababa de sacar. Entre canción y canción, Pinky
hablaba con un hombre, cuyo nombre se me escapó, maravillas de Manzi y de la
Rinaldi. Aunque fuera la Rinaldi con su interpretación la que me llevara a
prestar atención a las letras y descubrir a Homero, no fue ella la que
deslumbró sino Manzi. Hasta ese momento los tangos hablaban de
percanta-que-amuraste-en-lo-mejor-de-mi-vida, de
pobre-y-solterona-te-has-quedado-sin-ilusión-ni-fe, de
volver-con-la-frente-marchita y así, cosas que me parecían tan lejanas y
exóticas como Tanganica. Pero cuando Rinaldi atacó y cantó: “Fui como una
lluvia de cenizas y fatigas / en las horas resignadas de tu vida... / Gota de
vinagre derramada, / fatalmente derramada, sobre todas tus heridas”, sin
importar que tenía unos 11 años y estaba más lejos de haber tenido una relación
amorosa destructiva que de Saturno, la sonoridad, la seducción, un mundo
iluminado y abarcado me llevaron a comprender o más bien intuir lo que era un
poeta de verdad.
Pasaron el disco en orden, a Fuimos,
le siguieron Barrio de tango, Papá Baltasar, Ninguna, El último organito y A Homero, el homenaje de Cátulo Castillo y
Aníbal Troilo a quien fuera su amigo. Concluía así el lado A del long play,
dijeron algo antes de pasar al B, pero a mí no me importaba lo que dijeran,
quería seguir oyendo a Homero. Vinieron así Malena (la única que ya conocía
porque había que ser marciano para no conocer Malena), Betinoti, El pescante,
Romance de barrio, Che bandoneón y las lacerantes Definiciones para esperar mi
muerte, poema que venía con el fondo musical de Sur. Al rato que el programa
terminó, mi tía vino a ver cómo me iba con lo que fuera que estuviera haciendo
(creo que era el dibujo de unas vasijas diaguitas) y aproveché para preguntarle
si conocía a un tal Homero Manzi. Claro, m’hijito, me contestó, es un
importante poeta del tango. Asentí, no iba a discutir semejante verdad, como
cuando le porfiaba que los Beatles eran mejor que Los Chalchaleros (y… qué se
le va a hacer, también se aprende de las estupideces propias…)
Al poco tiempo de estar instalado en
La Plata, cursando el primer año del secundario, en el Centro Cultural del
Disco me crucé con A Homero de la
Rinaldi y lo compré. La cajera me preguntó si era un regalo para mis padres. Le
contesté que no, que era para mí. Procuró disimular la cara de
sonamos-tenemos-otro-aparato, pero no pudo. En aquellos tiempos, todos los de
mi edad escuchaban Sui Géneris, Pescado Rabioso y demás, yo, también, pero los
alternaba con Manzi.
Así fue como conocí a Homero, que se
me reapareció en estos días. En las vacaciones me había propuesto ver algunas obras de teatro a las
que les tenía ganas. Entre las imperdibles figuraba Manzi, la vida en orsai, un musical de Betty Gambartes, Bernardo
Carey y Diego Vila. Ellos tres ya habían concebido unos pocos años atrás otro
musical dedicado a otro grande del tango, Enrique Santos Discépolo. Se llamó Discepolín y yo con Diego Peretti,
Roberto Carnaghi, Lidia Catalano, Claribel Medina, Rodolfo Vals, Claudio
Martínez Brel y el Chino Laborde en los protagónicos. En ambos casos partieron
de momentos capitales en la vida personal y profesional de estos creadores, los
desarrollan y los resignifican con las canciones que contribuyeron a pergeñar.
En Manzi, la vida en orsai, los
protagonistas son Jorge Suárez (Manzi), Julia Calvo (Nelly Omar) y Néstor
Caniglia que interpreta a varios personajes, entre ellos Cátulo Castillo y
Anibal Troilo. Acompañados por un trío de músicos, Damián Bolotini (violin),
Gabriel Rivano (bandoneón) y Diego Vila (piano y conducción). El espectáculo es
excelente. Jorge Suárez es uno de nuestros mejores actores y canta muy pero muy
bien. Julia Calvo es un milagro, mezcla rara de Katina Paxinou, Anna Magnani,
Tita Merello y Melina Mercouri, no sólo actúa como los dioses sino que es dueña
de un vozarrón elocuente y colorido, una auténtica fuerza de la naturaleza.
Néstor Caniglia no va a la zaga ante estos dos monstruos de la expresividad y
perfila con nitidez sus personajes. Pocas veces el teatro es lo que en esencia
es: un rito de elevación. Esta vez lo fue. Una noche feliz.
Manzi, la vida en orsai se
presenta en la ciudad de Buenos Aires, en el teatro La Comedia, Rodríguez Peña
1062 (casi avenida Santa Fe) y va los jueves y viernes a las 21, los sábados a
las 20 y a las 22:30, y los domingos a las 20 hs.
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