viernes, 8 de febrero de 2013

Con la frente marchita

Así como existe el Centro de Ayuda al Suicida, debería existir el Centro de Ayuda al Volvedor de las Vacaciones. No digo que volver a trabajar sea como suicidarse (aunque hay trabajos que, bueno, son como una muerte lenta del alma). No, en todo caso la comparación sería que las vacaciones son una reafirmación de la vida y trabajar (ay, qué pena) pocas veces lo es.
 


La cuestión es que si existiera tal Centro de Ayuda al Volvedor de las Vacaciones, yo sería uno de sus abonados más fervientes. Tendría que ser una repartición pública, una secretaría tal vez, por qué no un ministerio. Propongo que no sea otro curro privado sino estatal, y por lo tanto, universal y gratuito.
 


Volver a trabajar (sin importar cuán glamoroso y bien pago que sea el oficio) siempre es un trauma. Físico y psíquico. La mente se resiste a abandonar el divague ocioso y bienaventurado para constreñirse otra vez a una problemática laboral rígida y esclavista. El cuerpo, ablandado por el sol, los paisajes de fulgurante belleza y las siestas reparadoras a deshoras, se niega a ser otra vez el mecanismo de un engranaje antinatural y depredador. Porque el estado natural del hombre es el ocio y la felicidad y no el llenado de horas, lúgubres y dolorosas, hasta las próximas vacaciones. Pero siendo el mundo como es, un orden injusto que patentiza la estupidez del hombre, un Centro de Ayuda se necesita para aliviar, en parte, las desventuras de lo que de todas maneras hay que hacer.
 


El Centro proveería ejercicios de llanto hasta que se nos sequen los ojos y la resistencia al regreso se vuelva una abnegación mansa. Más ejercicios de tonificación muscular para que evaporen la resaca dulce de despertarse y saber que el día nos pertenece, que no se trata de lo que debo hacer sino de lo que tengo ganas de hacer. Nos harían limpiar pisos, reparar techos y pelar toneladas de papas hasta que el cuerpo reaprenda que abandonarse en tumbonas con un vaso de vodka o cerveza helada en la mano no es su destino asignado. Y así, cansados y tristes, consideraríamos quizá que el trabajo, después de todo, no sea tan malo y tan gris.
 


Estas estupideces me vienen a la mente porque fui al kiosco de siempre, apostado triunfalmente cerca de una escuela y reabierto después de un receso fotocopiador, y el kiosquero, para sentirse menos solo quizás, después de los saludos de rigor, se le ocurrió decir: Bueno, vos volvés un día de estos, ¿verdad? El retintín de esa ¿verdad? me repiqueteó agorero. Hay preguntas que son las campanas que preceden a una ejecución.

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