Entre mis 10 y 14 años vi Khartoum (1966) varias veces. Entre los
reestrenos y las giras por los cines de cruce siempre la estaban dando y yo
iba. Me aburría soberanamente y salía frustrado, con la sensación de que no
había cumplido con las expectativas que la película había puesto en mí. Volví a
verla cuando pasó a la televisión y el resultado fue el mismo: desatención,
fastidio y aburrimiento. Di vuelta la página y la ignoré con la mala conciencia
de que el conflicto no se había resuelto.
Y ahora que me he puesto a repasar las
matinés de mi infancia, la reveo para ver qué encuentro. Para empezar, patotea.
Dura apenas dos horas, pero tiene música de obertura, ¡intervalo!, y fanfarria
de salida. Arranca con una voz en off que circunscribe la historia a contar con
los eternos misterios del Nilo. La visión glorifica los dorados días perdidos
del colonialismo, ¡andá!
Estamos en 1884, un ejército egipcio
comandado por ingleses pierde una batalla frente el alzamiento de un líder
musulmán fanático, Mohammed Ahmed el Mahdi (Sir Laurence Olivier).
El gobierno inglés, con el Primer Ministro William
Gladstone (Ralph Richardson) a la cabeza, no quiere involucrarse en una guerra
extranjera interna, pero como tampoco quiere dejar a sus aliados egipcios sin
ayuda, decide enviar al General Charles “Chino” Gordon (Charlton Heston) a que
pacifique la zona y si no lo logra que al menos evacúe Khartoum.
Gordon, por eso lo hace Heston, es un héroe
del Sudán porque unos años antes liberó a sus habitantes del yugo de los
traficantes de esclavos.
Gordon, por las tramoyas piratas de
Gladstone, va y no va en representación de la Reina. Si triunfa va en nombre
del Imperio, si fracasa es que fue por su cuenta, porque estaba en el
vecindario y como no tenía nada mejor que hacer, se metió.
Y dado que Gordon hace lo que su buen juicio
le dicta y no es de atenerse a las conveniencias político-diplomáticas,
Gladstone lo manda con alguien que lo espíe y en la medida de lo posible, lo
controle, el coronel J.D.H. Stewart (Richard Johnson).
Ninguno de estos personajes es ni remotamente
agradable y menos que menos simpático. Todos hablan y se comportan como si se
cartearan con Dios y tienen diálogos pedantes, grandilocuentes, solemnes, sin
nada de humor.
La producción es importante, con muchos
extras de verdad, no dibujados por una computadora, pero no se luce.
El director Basil Dearden era eficiente,
aunque no muy inspirado y aquí, como acostumbra, hace gala de su
profesionalismo, cuando lo que se necesita es alguien que pueda trascender un
material tan esquemático.
Las escenas introductorias con desierto y el
Nilo (nada del otro mundo) tenían ¡otro director!, un documentalista, también
experto en manejo del color, Eliot Elisofon.
Olivier con la cara embetunada y con solo
cuatro escenas en total, revolea los ojos y dice líneas pretendidamente
profundas con un acento extraño.
Heston, que nunca fue un actor muy habilidoso,
necesita siempre un director que le saque algo, y aquí no lo encuentra. Y como
no hay excusa para lucir su torso peludo, lo visten de chaquetas bordadas a
todo lujo.
Obviamente fue un proyecto para vampirizar el
éxito de Lawrence de Arabia (David
Lean, 1962) y queda justamente a la sombra. Y si hoy subsiste es por el oficio
de todos los involucrados. Porque si Lawrence
de Arabia es una catedral gótica, Khartoum
es una capillita de campo.
Y es feo autofelicitarse, pero ¡qué bien hacía
en aburrirme!, salvo escenas sueltas, el film desata más tedio que
entretenimiento.
Gustavo Monteros
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