Contra la fiebre amarilla
titula hoy Juan Forn su columna semanal de Página 12 y al menos los habitantes más
o menos progresistas de este país entendemos la ironía con dolor y de
inmediato. El domingo pasado marcó el regreso al gobierno de la derecha más rancia,
con su neoliberalismo rampante y su neoconservadurismo flagrante. Se trata de
una alianza comandada por el partido PRO cuyo color distintivo es el amarillo. Yo
estuve alejado temporariamente de este blog y su hermano sobre el cine para
militar activamente y procurar evitar que lo que pasó pasara, el triunfo de la
derecha en las urnas. Uso dos veces la palabra Derecha en el mismo párrafo a
propósito, ya que aquí por más que sus partidarios lo son no se asumen como
tales y prefieren escudarse en el eufemismo de “centro-derecha”. El resultado
fue ajustado, ganaron por un par de puntos. En los días previos se rumoreó que
la diferencia sería aplastante. Como no pasó, esto que nos alienta a no perder la esperanza. Solo
nos queda resistir, dar batalla para no perder lo ganado. Y volvemos a hacer
nuestra la frase de San Martín: Para los hombres de coraje se han hecho las
empresas. En fin, ánimo y coraje, no nos queda otra.
viernes, 27 de noviembre de 2015
jueves, 5 de noviembre de 2015
Universidades
Por E. Raúl Zaffaroni
Nunca
fue tan claro como en este siglo XXI que saber es poder, algo que las elites
siempre supieron. En la Argentina nunca tuvimos aristocracia y hoy ni siquiera
tenemos oligarquía, sino sólo una aspiración elitista de alguna riqueza
concentrada que sintetiza su pensamiento bajo el lema de no avivar giles.
La polarización
del siglo XX está sepultada en el pasado y lo que se discute hoy en el mundo es
inclusión o exclusión o, en otras palabras, progreso o regresión en la
realización de los derechos humanos. Por obvia que sea la fórmula todo ser
humano es persona, lo que se discute mundialmente es si avanzamos o
retrocedemos en su realización.
Como en nuestro
país y en los últimos doce años se están avivando demasiados giles, es verdad
que eso es peligroso para el proyecto transnacional de sociedad excluyente.
Cuantos más
habitantes sepan y aprendan algo, más instrumentos tendrán para obtener sus
derechos, cuando ya no hay zares ni palacios de invierno para tomar, porque el
único palacio de invierno de nuestro tiempo es el saber.
Las distancias entre las naciones como entre las capas sociales internas, no las determina sólo la riqueza, sino que se marcan con discriminación en el saber, en la tecnología y en el know how.
Para nuestros
propulsores locales del modelo de sociedad excluyente (30 por ciento incluidos,
70 por ciento excluidos), las universidades del conurbano bonaerense y las
creadas en las provincias, son peligrosas fuentes de conciencia ciudadana y de
reparto del know how.
Al modelo de
sociedad excluyente se le impone contener la expansión del saber, para frenar
la reproducción de potenciales propulsores de la inclusión social.
Es comprensible
que desde el modelo excluyente se quejen de la existencia de demasiadas
universidades públicas y gratuitas y las consideren un gasto inútil, aunque si
fuesen más sinceros, tendrían que considerarlas un gasto perjudicial, porque
son eso para su proyecto de exclusión.
Los argentinos
disfrazados de aristócratas siempre resistieron la ampliación del acceso a la
universidad, que desde la Reforma Universitaria de 1918 hasta el presente
avanza enfrentando sus aspiraciones elitistas.
Es natural que se
pongan muy nerviosos al constatar que el 90 por ciento del estudiantado del
conurbano es una primera generación de universitarios, que gran parte proviene
de hogares humildes, que recorren calles de tierra, que trabajan.
Siempre les
molestó la gratuidad de la enseñanza universitaria. Cabe recordar la fugaz
gestión de López Murphy en 2001, aunque hoy ese discurso se oculte por poco
táctico.
Pero el acceso a
la universidad no se garantiza sólo con que la universidad no cobre aranceles,
porque es igualmente inaccesible si el estudiante debe pagar transporte, libros
y materiales, viajar dos, tres o más horas y también trabajar. Menos aún es
accesible para quien en alguna provincia, directamente deba mudarse a otra
ciudad.
El no pago de
aranceles es necesario para el acceso a la universidad, pero en modo alguno
suficiente. Las universidades del conurbano y las nuevas nacionales en
provincias, están llevando la enseñanza universitaria hasta donde nunca había
llegado: el barrio, la propia ciudad, el municipio.
¡Demasiadas
facilidades! ¡Lo gratuito no se valora! ¡Sólo se valora lo que se obtiene con
sacrificio! No lo dicen en voz alta nuestros aspirantes a elitistas, pero lo
piensan y susurran en la intimidad confidencial favorecida por algunos rubios
champanes.
Herbert Spencer,
el ideólogo racista del liberalismo económico del imperialismo británico del
siglo XIX, decía lo mismo: la enseñanza no debe ser gratuita, porque no se
valora y aprenden a leer libros socialistas. Su discurso fue acogido en su
tiempo por todas las oligarquías de nuestra región.
¿Sacrificio?
Estudiar requiere un esfuerzo que debe exigirse, pero el sacrificio jamás puede
exigirse. Los que se sacrifican son meritorios, se los considera héroes y hasta
se los eleva a los altares, pero ninguna sociedad puede exigir sacrificios, y
menos para capacitarse. ¿O es que los pobres deben ser héroes para aprender y
los ricos no?
Lo que alarma a
nuestros procónsules del modelo transnacional de sociedad excluyente es,
justamente, que estudiar vaya dejando de ser un sacrificio para los sectores
subordinados, y tengan el mismo acceso a la formación universitaria que los
segmentos acomodados. Con las nuevas universidades sólo se tiende a exigir
paridad de esfuerzo, y por eso tienen miedo, no sea que los otros se esfuercen
más.
Si nuestras
aspirantes a elitistas realmente quisiesen el desarrollo y la afluencia de
capital productivo, si en serio pensasen en la industrialización, no
considerarían inútil el gasto en universidades, porque el capital productivo
requiere elemento humano técnico, bien preparado. Las universidades son una
inversión para el desarrollo industrial, pero ellos prefieren abrir la
importación.
Aducen nuestros
vernáculos imitadores de elites lejanas que hay un despilfarro, porque hay
deserción universitaria. Mienten mucho al respecto, pero además, si la hubiera,
tampoco sería un gasto inútil. Quienes deserten, de alguna manera llegaron a la
universidad y, aunque no egresen como profesionales, serán mañana trabajadores,
o también dirigentes, sindicalistas, políticos o empresarios. ¿Será acaso un
gasto inútil que hayan pasado por alguna universidad? ¿No será útil que en la
actividad que emprendan sepan algo más?
Otra cosa que les
preocupa es el nivel, aunque nunca hayan manifestado la misma preocupación por
el de las universidades privadas.
Pero al margen de
eso surgen otras dudas. ¿Acaso no saben que no hay país en el mundo, por
poderoso que sea, que no tenga más que un escasísimo número de excelencias
creativas en cada rama del saber, y que los otros docentes universitarios son
repetidores más o menos informados? ¿No saben que las pocas cúspides
científicas que cada país tiene se reparten y las universidades se
especializan?
¿No será que en
vez de discutir una cuestión de nivel académico, están discutiendo un modelo de
universidad? Si lo que pretenden es una universidad de altísimo nivel, que
concentre las excelencias, para que en ella se forme el think tank de una
minoría hegemónica, tienen razón, porque ese no es el modelo de universidad
pública y gratuita que requiere una democracia.
Por otra parte,
parece que también ignoran que buena parte de los científicos y pensadores del
mundo que revolucionaron su saber, trabajaron en universidades pequeñas y
provincianas, mientras no pocas veces los catedráticos de las grandes universidades
les ofrecieron resistencia, en defensa retrógrada del saber oficializado.
Pero además de todo lo dicho, es menester advertir que no estamos solos en este mundo polarizado entre modelos de sociedad incluyente y excluyente y, por ende, los modelos de universidad deben enmarcarse en esa contraposición.
En la carrera de
derecho, por ejemplo, la reducción de los estudios del primer ciclo
universitario a cuatro años, acordada en el famoso Plan Bolonia europeo,
elimina todas las asignaturas que hacen a la formación histórica, sociológica,
filosófica y cultural, para producir solamente abogados tramitadores.
Si bien los dos
ciclos siguientes habrán de producir a los juristas, éstos serán los menos y,
al fin, su trabajo consistirá en reproducir tramitadores. Centrados en esta
tarea, es lógico pensar que sus elaboraciones serán cada vez más pobres y mucho
menos críticas, limitadas a visiones parciales, tecnocráticas y funcionales a
las corporaciones oligopólicas que se disputarán los servicios de los mejores tramitadores.
Por ende, la subestimación de nuestras universidades públicas y gratuitas no es
una creación intelectual de nuestros aspirantes a elitistas, cuya inventiva
sólo les alcanza para copiar discursos ajenos, sino ecos de peligrosas
tendencias transnacionales.
La Argentina debe
optar en pocas semanas entre dos proyectos: progresión o regresión, inclusión o
exclusión social. ¿Preferimos la aspiración elitista fomentada por nuestros
medios monopólicos entramados con el capital financiero transnacional, o
aspiramos a una sociedad con base total de ciudadanía real?
La crítica a la
ampliación de la universidad pública y gratuita proviene de la aspiración
excluyente.
Estemos atentos a
los cambios: si muchas veces la consigna fue la defensa de la universidad
pública y gratuita, en esta opción no basta con eso, sino que se trata de
defender también la igualdad real en el derecho de acceso al saber, como
reafirmación de la democracia. La universidad de una sociedad incluyente debe
ser pública, realmente gratuita y, por ende, democrática. Seamos conscientes de
que en nuestro tiempo la revolución se hace mediante la toma del saber.
Página 12 – Jueves
5 de noviembre de 2015
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