En
la actualidad ver muchas películas contemporáneas puede tener efectos
colaterales. No solo el esperable déjà vu, sino un profundo desconcierto, un
rumiante desasosiego, una inquietante sensación de desplazamiento. Muchos
críticos han comenzado a intentar darse explicaciones. Yo no soy un crítico,
pero elucubraré también mi razonamiento de por qué nos sentimos así.
En
un principio el cine era esas historias parpadeantes de imágenes y sonidos que
se proyectaban en una sábana blanca de un lugar llamado también cine. Fue mudo,
después habló, tenía algo de teatro, de novela, de ópera, de pintura, pero se
independizó de esas influencias, y tanto, que comenzó a llamárselo el séptimo
arte. Durante años reinó solo, fue el único dueño de una pantalla. Balbuceó un lenguaje
hasta que lo dominó y lo llevó a las alturas sublimes de la poesía.
Después
le salió una sombra pequeña: la televisión. De inmediato no fue una competencia
peligrosa. La televisión armaba su programación con concursos de preguntas y
respuestas, shows musicales, obras de teatro filmadas, sketchs de cómicos
robados a la radio. Cuando se comenzó a producir ficción, sea cual fuera el
género (western, de guerra, comedias, etc.) tanto la duración como el lenguaje
diferían de los del cine. Tampoco con el
nacimiento de los telefilmes, el lenguaje de las películas
cinematográficas se vio afectado. La televisión desarrolló su propia gramática.
Bastaba solo un poco de práctica para poder diferenciar un telefilm de una
película de cine.
De
todos modos, el cine registró la pérdida de su primera batalla cuando la
televisión empezó a propalar películas por sus diminutas pantallas. Si bien las
viejas películas gozaron de una sobrevida, el cine se empequeñeció. Las
películas perdieron la amplitud de las pantallas de ese lugar también llamado
cine.
Eventualmente
la televisión se convirtió en una competencia peligrosa. La gente prefería
quedarse en casa a ver televisión en vez de ir al cine. La reacción del cine
fue agrandarse, ensancharse, fueron entonces los tiempos del 70 mm, del
cinemascope, del cinerama, de la épica, del gran espectáculo. También se volvió
más audaz, dentro de los parámetros imperantes, para tratar temas más adultos
como la problemática social o el sexo, cuestiones que la televisión por ser tan
hogareña y familiar no podía tratar.
En
algún momento se dieron tregua, convivieron, o el cine cedía espacio ante la
televisión o viceversa. Y entonces el cine sufrió una devastadora segunda
derrota: la revolución del video. La televisión, no ya como medio transmisor
sino como aparato, triunfaba otra vez. El cine se volvía portátil. De manera
más definitiva, el cine achicaba el espectro de su pantalla a las reducidas
dimensiones de un televisor. Y en menos de que canta un gallo, padeció otra
severa derrota: la llegada del cable. Ya ir al cine era solo la primicia de lo
que se vería en el cable.
Lo
que vendría después no es más que las bifurcaciones de esas derrotas: el DVD,
ver películas en la computadoras, en los teléfonos, o en lo que tenga pantalla.
Y Hollywood, como principal líder del cine, no estuvo a la altura de las
circunstancias, en vez de fortalecer el lenguaje cinematográfico, lo
neutralizó, lo bastardeó, lo degeneró, hasta prácticamente destruirlo.
Y
sin darnos cuenta vimos pasar el momento en que el cine murió. La hora, el
minuto, el segundo de su paso a la eternidad. Las películas, como expresión de
eso que llamamos cine, ya no son lo que eran: CINE. Pasaron a ser esa otra cosa
que aparece en las múltiples pantallas, que, insistamos, ya no son eso que
llamamos películas, sino algo parecido, pero que ya no es cine. Y entonces los
críticos más despabilados comienzan a hablar de “productos”, de “artefactos”,
de “dispositivos” visuales que cumplen funciones determinadas de evasión, de
exorcismo social, de acompañamiento de pochoclos, de matar horas.
Por
ahora solo presento el tema. La discusión recién empieza. Algo es indiscutible,
para los que amamos el cine, es liberador dejar de considerar películas a ese
“acontecer visual” que se ve hoy en día en las distintas pantallas. Después de
todo, si Lawrence de Arabia es una
película, Selma, La teoría del todo, El
código enigma bajo ningún punto de vista, pueden serlo. Buenas, regulares o
malas, son otra cosa. Y cuando dejamos de considerarlas películas, el regocijo
se impone porque rozamos algo parecido a una epifanía.
Continuará
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