Hasta
fines de los años sesenta, el mundo del cine era de las lindas, de las Avas,
las Ingrids, las Lanas. Sí, estaban también Bette Davis, Barbara Stanwyck o
Joan Crawford que eran de buen ver y bien maquilladas y mejor iluminadas hasta hacían
de lindas deslumbrantes, pero ¿con el carácter que emanaban, quién en su sano
juicio les negaría lo que ellas quisieran ser, lindas, feas o en el medio? A lo
que voy, y no hay media biblioteca a favor y media en contra, sino toda una a
favor, es que para ser estrella de cine en la época dorada había que ser bella,
excepcionalmente bella.
La
cuestión es que a fines de los sesenta, el cine se democratizó, y no es que las
lindas cedieron el podio, sino que comenzaron a compartirlo con las feas. Quizá
como una manera de exorcizar el mal momento, Ana María Picchio cuenta hasta el
hartazgo su anécdota del primer día del rodaje de Breve cielo (David José Kohon, 1969). Llegó temprano al lugar de
filmación y el director de fotografía le dijo que de ningún modo podía ser la
protagonista, ya que era fea. Frase que le pegó fuerte a su amiga Soledad
Silveyra, quien confesó también más de una vez que tardó en llegar al cine,
porque lo creía un sitial reservado solo para las Garbos.
Como
sea, Robert Altman que amaba a las mujeres, hermosas, feas o en el medio,
convirtió en estrella a Shelley Duvall. De allí que a las primeras seis
películas de Shelley las haya dirigido Altman. Entre esas seis, de dos es
protagonista absoluta: Los delincuentes
(Thieves like us, 1974) y Tres mujeres (1977). Después estaría en
otros clásicos ineludibles como Annie
Hall/Dos extraños amantes (Woody Allen, 1977) y El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). También en el 80, Altman la
convocaría para que fuera Olivia en ese Popeye,
que a veces parece un error y otras, el mejor de los aciertos. Lecturas
opuestas que admite una película cuando es así de personal y única. Bueno, la
cuestión es que en esa película, cantó, porque era también una especie de
musical. Y uno se olvidó, porque en el 80, uno quería otro Popeye y no ese.
Como
sea, Shelley se retiró del cine (y hasta ahora no ha vuelto) en el 2002. Y en
ese mismo año, mirá lo que son las casualidades, Paul Thomas Anderson le
recuperaría un pedazo de su pasado y lo convertiría en un involuntario
homenaje. Anderson presentó en ese año esa maravilla que se llama Punch-drunk love, conocido por estos
pagos como Embriagado de amor, en la
que un inhabitual, aunque siempre querible, Adam Sandler, a pesar de la
oposición del gran Philip Seymour Hoffman, se queda con la chica que no es otra
que la luminosa Emily Watson. Y el tema de amor era una canción de Harry
Nilsson para Popeye cantada por
Shelley Duvall, esa delicia llamada He
needs me.
Hagamos ahora un paréntesis para contar que
Shelley nunca la tuvo fácil. A pesar de su impar talento y de ser musa de los
grandes, los popes de la crítica siempre la maltrataron y la hicieron blanco de
sus pullas. Y los dadores de premios, aunque más de una vez no pudieron dejar
de nominarla, cuando llegó el momento de la premiación, la ignoraron. Y unos y
otros, cuando cantó en Popeye, lisa y
llanamente se ensañaron. De ahí que el rescate de He needs me fuera un acto de justicia. Porque no se necesita ser un
prodigio del bel canto para volverse insuperable, basta con haber puesto el corazón.