En una de las escuelas de adultos a
la que voy, me toca dar clase en un aula a la que un tabique separa de un
jardín de infantes. Esto me obliga a hacer abuso de lo que aprendí en el
teatro. Aquello de respirar a tiempo, articular y emitir bien la voz para
hacerme oír por sobre los payasos plin-plines, los elefantes trompitas, las
tortugas Manuelitas y demás clásicos de la musicología infantil, sin quedarme
ronco. En este promiscuo hacinamiento educativo, atestiguamos también la
infinita paciencia de las maestras y nos reímos de las renovadas y siempre
sorprendentes ocurrencias de los chicos.
El otro día hice lo de siempre,
presenté el tema, lo practicamos oralmente hasta que estuvo más o menos
dominado antes de fijarlo con la ejercitación escrita. En el silencio que se
hizo mientras escribían, oímos el desgarrador llanto de un chico que entre
sollozos gritaba: No quiero estar aquí, quiero estar en mi casa, quiero estar
con mi mamá. No dijimos nada, no comentamos nada, nos miramos y comprendimos.
Nos pasaba lo mismo que al chico. Queríamos estar en otro lugar, en cualquiera,
preferentemente en el que llamamos hogar.
Después el recuerdo embellece los
momentos compartidos, más que nada por el entendimiento y la calidez de las
relaciones que establecemos. Pero el durante es duro. A nadie le gusta pasar
horas, días, años en un lugar inhóspito, lúgubre, triste.
No estás solo, como-sea-que-te-llames
niño.
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