jueves, 3 de septiembre de 2015

La Lincovsky



Traducimos la frase “larger than life”, con lógica y sentido común, como “extraordinario/a”. Pero a mí, por capricho, me gusta la literalidad de la misma: “más grande que la vida”. Cipe Lincovsky era más grande que la vida. Cuando la conocí en los tempranos setenta ya era La Linconvsky. Así con el “La” que la singularizaba y que le hacía justicia a su aura de grandeza. En teatro la vi por primera vez como la Marta de ¿Quién le teme a Virginia Wolf? de Edward Albee, Juan Carlos Gené era Jorge, su marido y Ana  María Picchio y Adrián Ghio eran la pareja joven, dirigía David Stivel. Y ahí supe de una vez y para siempre que no había personaje teatral sacralizado por el cine que un actor o actriz argentinos no pudieran igualar e incluso superar. Elizabeth Taylor estaba gloriosa en la película de ¿Who’s afraid of Virginia Wolf?, pero Lincovsky no tenía nada que temerle. (Vivien Leigh era la perfecta Blanche del Tranvía llamado Deseo de Tennessee Williams, pero Graciela Duffau podía calzarse sus zapatos con la misma perfección, Gertrude Lawrence podía verter toda la frustración de la Amanda del Zoo de cristal del mencionado Williams, pero Flora Steimberg también y quizás mejor; Geraldine Page era una Alexandra del Lago de Dulce pájaro de juventud, también de Williams, nacida para el papel, aunque Eva Dongé en un escenario parecía igual de predestinada para el mismo).


Volviendo a La Lincovsky, la volví a ver el año siguiente en Casa de muñecas de Ibsen, dirigida por Sergio Renán. Por entonces ya estudiaba precozmente teatro y  la veía tanto por placer como para aprender. Sí, los jóvenes estudiantes de teatro de aquella época peregrinábamos a los teatros en los que actuaban Ernesto Biano, Inda Ledesma, Alfredo Alcón, Ana María Gallo, Osvaldo Terranova, Niní Marshall, Juan Carlos Thorry, Tincho Zavala, Osvaldo Miranda o Jorge Luz con la unción de quien disfruta de la majestuosidad de un talento y con la humildad de quien quiere aprender de tanta magnificencia.


Y sus unipersonales de aquellos tiempos: Yo quiero decir algo y De dónde soy lo que soy, que por suerte perduran editados en disco, contenían para los actores cachorros instrucciones a seguir a pie juntillas de cómo respirar y verter un texto para descubrir o llenarlo de todas las sutilezas posibles.


Después llegó la tristeza, la dictadura la obligó a desandar el camino del exilio. A veces, había treguas en la persecución y en la censura y volvía, por un rato, para deslumbrarnos otra vez. En uno de esos regresos, nos maravilló literalmente con su Filumena Marturano del inmenso Eduardo de Filippo, junto a Alberto de Mendoza. Y en otro, con su Sarah Bernhardt según obra de John Murrell. Y años más tarde, ya en democracia, nos dejaría conmovidos con su Madre Coraje de Bertold Brecht, dirigida por el georgiano Robert Sturua.


El cine registró su talento, pero por desgracia no le regaló un personaje que la volviera icónica como a Ana María Picchio (Breve Cielo, La tregua, Chechechela), Marilina Ross (La Raulito), Graciela Duffau (Momentos, La isla, Sofía), Leonor Manso (Boquitas pintadas, Las sorpresas, La hora de María y el pájaro de oro), Norma Aleandro (La historia oficial, El hijo de la novia), Graciela Borges (Crónica de una señora, La ciénaga) o Esther Goris (Eva Perón). De todos modos, protagonizó dos películas: Una mujer de Juan José Stagnaro (olvidada en las notas necrológicas) en la que la estupenda dirección actoral de Carlos Gandolfo los hizo parecer que estaban en un film de John Cassavetes y La amiga de Jeanine Meerapfel, en la que compartió cartel con Liv Ullman, con quien se llevó muy bien (al contrario de Norma Aleandro que se llevó fatal con la Ullman en Gaby y que le ganó airadas palabras de la rubia noruega nacida en Tokio). Participó también en películas inolvidables como Quebracho, La tregua, Boquitas pintadas (una de mis películas favoritas de todos los tiempos) o Caballos salvajes (sí, esa en la que Alterio grita: La puta que vale la pena estar vivo).


En tiempos de su retiro, me la crucé un par de veces, hace unos años en un recital de Ute Lemper en el Gran Rex, y el año pasado en la última función de la temporada en el Apolo de Karina K en Al final del arco iris. Actriz, al fin, se la veía mayor, pero no diezmada por una enfermedad crónica.


Y sí, como hacía que la vida fuera más grande, ahora que se ha ido, la vida, por lógica, es más pequeña, lo que resulta, claro, peor para todos nosotros. 



(en la foto con Alfredo Alcón en Boquitas pintadas de Leopoldo Torre Nilsson, 1974)

No hay comentarios:

Publicar un comentario