El aplauso final fue caluroso pero corto, si querés
largas ovaciones, hacé drama o un musical. En una comedia, la devolución son
las risas o el aplauso súbito ante un logro que toma desprevenido al público.
Aproveché que estaba en punta de banco para salir entre los primeros. El
espectáculo no me había gustado particularmente, pero tampoco me había
disgustado particularmente. En la calle Corrientes, como era domingo, la marea
humana no era tan densa como la de un sábado, ni tampoco tan diluida como lo
será en unos meses cuando la falta de plata ya sea indisimulable. Los empresarios
teatrales son paradojales, en los reportajes se muestran bien derechosos y
apoyan cuanta gestión garca se nos venga encima, aunque sus éxitos más
recordables los hacen bajo gobiernos populistas. Ay, ay, ay. Voy a las apuradas
por Cerrito a la parada del Plaza de Marcelo T de Alvear. Cuando llego a
Paraguay, cruzo con temeridad el tramo de avenida que me separa del metrobus,
no sea cosa que a último momento pierda el micro. En la parada hay una cola más
o menos corta para el de autopista, la integran jóvenes en su mayoría y están
sentados o recostados en el piso, lo que indica que hace rato que están, lo que
abriga mi esperanza de que el micro venga pronto. En los primeros cinco minutos, repaso el espectáculo y concluyo con
que cumplió su cometido de hacerme olvidar que al día siguiente comienzo las
clases y que como tengo primeros años, el inicio escalonado no me afecta y
tengo que dar clase en todos los cursos. Como dice el viejo chiste, la fortuna
más que sonreírme, se me caga de risa. A
los diez minutos, alguien prende un cigarrillo y me renacen las ganas de
volver a fumar. Pasó más de un año desde que dejé y todavía lo extraño. Estas
esperas eran más placenteras pitando y pitando. Enumero las ventajas de no
fumar, dejo de contar para no deprimirme, son magras en comparación con los
goces del hermoso vicio abandonado. A los
quince minutos, suspiro y maldigo el sistema público de transporte. Las
compañías de colectivos son mafiosas y arman rápido un monopolio. Durante años
y años, hubo solo una empresa que te llevaba de Buenos Aires a La Plata y
viceversa, of course. Era más mala que quitarle el helado a un niño, pero al
ser única le conocíamos todas las pulgas y al menos sabíamos a qué atenernos.
Ahora son dos, y en vez de competir por un mejor servicio, se copian las mañas.
Y nuestra desprotección es gigante. Si el gobierno anterior, muy amigo del
estado presente, poco y nada hizo para supervisar el transporte automotor,
éste, tan amigo del estado ausente y de que las empresas se regulen por sí
mismas, acentuará nuestra desprotección. Uno de estos días pagaremos cuatro o
cinco veces más el boleto por un servicio incluso peor que el actual. Hay que
ser boludo para votar un gobierno contrario a tus intereses. Y sin embargo, acá
nos tenés, y no es que yo sea un vivo bárbaro, no, soy tan boludo como el que
más, pero yo, garca no te voto ni aunque me laven el cerebro y el cerebelo. Si
después de que me cagaron una vida entera, no puedo identificar a los que me
cagaron, más que cagado, soy un boludo de cuadro de honor. A los veinte minutos, me acuerdo de una línea de una canción de
Sondheim, she’ll grow older by the hour, cambio el she por we y la hour por
minute y la línea nos describe con exactitud a los de la cola. El fastidio y el
cansancio de la espera nos tira encima décadas enteras, las caras lozanas de
los jóvenes que me acompañan se vuelven máscaras mal terminadas. Y a los que
tenemos muchos años vividos, las arrugas se nos profundizan con fiereza. Las
alegrías nos hacen, al menos, joviales, las tristezas, en cambio, nos hacen lo
que somos, simplemente viejos. A los
veinticinco minutos, suspiro por mi inhabilidad de manejar nada que no sea
un triciclo, la lancha a pedal que heredé de mi hermano y mi bicicleta. Por eso
nunca pretendí tener un auto, cosa que en momentos como este lamento hasta las
lágrimas. Encima como estamos en el metrobus, o sea en carriles exclusivos para
micros, es altamente improbable que se repita lo que apenas se dio un par de
veces en doscientos años de esperar el micro: que pase un conocido, nos vea y
se ofrezca a llevarnos. A la media hora,
miramos con fijeza el horizonte por donde debería venir el micro. Queremos
materializarlo con la fuerza de nuestra voluntad. Pero por más voluntad que le
ponemos, la magia no se engendra y el micro no aparece. Según la sabiduría
oriental, al universo hay que pedirle con claridad para que nos dé. Los que
estamos esperando el micro, le pedimos al universo con claridad que lo haga
venir de una vez, pero el universo no parece estar comprendiéndonos o se hace
el zonzo, o como todos los dioses se divierte con nuestra desgracia. Y sí,
somos dignos en nuestra felicidad y ridículos en nuestras tragedias. A los treinta y cinco minutos, estamos
en Kafka hasta el tuétano. La realidad se fue de cauce. Se supone que los
micros pasan. Por experiencia sabemos que uno se para en determinados puntos,
esperamos un tiempo prudencial y el colectivo llega. ¿Por qué entonces no se
comprueba ahora ese hecho esperable? ¿Los micros habrán dejado de pasar? ¿Esta
parada acaso ya no es parada? ¿Desde cuándo? Porque estoy en el metrobús, ¿no?
¿Y si decretaron que el metrobus sea desde hace una media hora una bicisenda y
no nos enteramos? Pero tendríamos que saberlo, con tanto teléfono inteligente,
pero la información se digita, ¿y si optaron por no hacérnoslo saber? A la
medianoche, la no certeza será cierta, porque a esa hora dejan de pasar,
incluso cuando pasaban. A los cuarenta minutos,
el abandono se me vuelve furia. El despreocupado llegó cuando había solo una
chica detrás de mí. Por entonces la cola ya no era formal. Como dije los
jóvenes de adelante estaban como piedras que cruzan un charco, más que en
línea, diseminados, pero era claro que había una cola. El despreocupado es
joven y lo hipnotiza su teléfono. Elige no ponerse en la cola y deambular cerca
de los que están adelante. Me enfurece que sea un caótico, un irrespetuoso con
las formalidades sociales, un tonto que se cree libre de convenciones. Ahora la
cola es más larga que nuestra paciencia. Sé que cuando llegue el micro, se incorporará
a los de adelante y subirá antes que nosotros. Y que lo dejarán, porque los
demás no están atentos a cuándo se incorporó a nuestro paisaje, pero yo sí, presté
atención y sé que le corresponde el turno después de la chica que me sigue
detrás. Tengo ganas de gritarle que se ponga en la fila, que no vaya a colarse,
pero no lo haré, porque no quiero que me tomen por un viejo cascarrabias. Sé
que el despreocupado se aprovecha de mi adhesión al qué dirán, que encubre o
funda mi cobardía, para cagarme. Me enfurece que sea libre a costa de mi
esclavitud. A los cuarenta y cinco minutos,
me acuerdo de una idea que me pasó un amigo. Dice que lo único que tenemos con
certeza es tiempo. Tiempo que tarde o temprano se nos acabará inexorablemente.
Y que al ser dueños solo de nuestro tiempo, debemos gastarlo como se nos dé la
gana, y lo peor que pueden hacernos es obligarnos a gastarlo en tareas
inútiles, en esperas desangeladas, irrecuperables. La idea se me pegó, porque
en educación hay gente, léase, directivos, que te hacen adherir a normas
irrazonables nada más que porque existen. Si no tenés alumnos, por ejemplo, en
vez de dejarte ir, te obligan a cumplir todo el horario, por la responsabilidad
civil de que aparezca un alumno, te dicen, porque es responsabilidad tuya el
alumno en tu horario, o por el seguro, te dicen, porque si se te cae un piano
en la cabeza después que cumpliste tu horario, tu familia liga algo, pero si el
piano se te cae en el horario en que debías estar trabajando en tu aula, tu
familia no liga ni el pésame y se muere de hambre, pelotudeces contrarias al
sentido común de dejarte ir y que seas feliz. A los cincuenta minutos, me arrepiento de no tener cargada en el
teléfono La guerra y la paz. Medio en chiste, medio en serio digo que quiero
volver a leerla. De haberla tenido cargada, ya iría por la mitad o la habría
terminado. A los cincuenta y cinco
minutos, estoy tan cansado de la espera desesperada que caigo en la
ofrenda, regalo mis principios a cambio de que venga de una vez, digo que
dejaré que el despreocupado suba, que no protestaré, que no lo señalaré a las
masas para que lo pongan en su lugar, o lo dejen en el páramo del metrobus para
que repita la espera de otro micro que quizá tampoco llegue. A la hora, me pongo fatalista, me digo
que quizá nos salvamos de un grave accidente, que si el micro hubiera venido a
horario por ahí nos hubiéramos hecho moco, desbarrancándonos desde lo alto de
la autopista, incrustándonos por falla de frenos contra una pared o explotando por
chocar contra un camión con combustible. Procuro abandonar el fatalismo porque
funciona con doble filo, porque por ahí el micro se demoró para que nos desbarranquemos,
nos incrustemos o explotemos, y ahora vendrá precisamente para eso, para
conducirnos al desastre, algo que podría haberse evitado de llegar a tiempo. A la hora y cinco minutos, llega. Los de
adelante cierran filas, obstruyen con sus cuerpos el acceso a los escalones del
micro para que el despreocupado no pueda colarse, hago lo mismo y no lo dejo
subir antes de mí, la chica de atrás no hace lo mismo y se cuela. De haber
hecho la fila, estaría detrás de ella. No ganó mucho, adelantó solo un casillero.
El colectivo engulle toda la cola. En la parada del obelisco hay tanta o más
gente que en la nuestra. La mitad queda abajo. No hace más paradas porque no
hay más lugar. En el camino nos olvidamos de la espera. Hasta la próxima vez.
Al menos la espera sirvió para que escribas esta genialidad...!!!
ResponderEliminarmerci!
EliminarAqui va un Speak Low que seguramente sera superado por el del dia de hoy !!!https://youtu.be/SRm08pVt-xc
ResponderEliminar