Los creadores siempre
han transmutado hechos de sus vidas en los personajes e historias que forjan.
No textualmente. Como en un cóctel, casi. Tanto de invención, tanto de cambio
de circunstancias, tanto de cirugía mayor (para que nadie se reconozca del todo
ni salga herido) y una pizca no diluida de realidad. Claro, en tiempos de
reality shows, de aceptación natural del ex amarillismo de los tabloides como
periodismo “serio”, de selfies, y del egocentrismo y narcisismo de las redes
sociales (y sí, en las redes sociales primero me celebro yo, yo y yo, y,
después si se me da, te celebro a vos) es lógico que para los creadores los
límites entre ficción y realidad se corran, se difuminen o dejen de existir.
Esta teorización
viene a cuento por dos películas italianas que se estrenaron con poca
diferencia de tiempo. Antes de las vacaciones pudimos ver Un castillo en Italia, película de fuerte impronta autobiográfica,
en la que su guionista y directora, Valeria Bruni Tedeschi, cuenta la muerte de
su hermano a causa del SIDA, la pérdida por malos manejos del castillo del
título, su imposibilidad de abrazar el catolicismo y sus dificultades para
mantener una relación afectiva. En el film, su madre de la vida real, una
notoria pianista, hace de su madre en la ficción, y su ex novio de la realidad
hace del novio que fue en la ficción. Y ella, por supuesto, faltaba más, hace
de sí misma. Casi sin pudores ni tapujos, la intimidad se expone, se transforma
en espectáculo. Como intento de obra de arte, sí, pero también como exhibicionismo
narcisista, como onanismo intelectual.
Ahora es el turno de
Nanni Moretti, muy amigo de trastocar en ficción hechos vividos. No me gusta el
cine de Moretti, nada grave, el tipo es un capo, pero a mí su forma de
establecer un diálogo artístico me deja afuera, no concita mi interés. Pero en
esto de manejar los conflictos personales para que sean sustento de ficción es
más de la vieja escuela, tiene cuidados, toma recaudos, usa alter egos,
conserva la esencia aunque cambia cuánto
puede lo accesorio. En Mía madre,
película que se estrena esta semana, cuenta la súbita enfermedad, agravamiento
y muerte de una madre en medio del rodaje de un film, algo que le pasó, claro,
en la vida real. Y aunque la coprotagoniza, se corre del centro y se lo da a un
alter ego, una inventada hermana directora de cine, la magnífica Margherita
Buy. Como puede suponerse, no hay licencias por duelo en medio de un rodaje,
mientras el director esté vivo, se sigue pase lo que pase.
El título de este
post remite al nombre que le pusieron en estas tierras a Spellbound, 1945, de Alfred Hitchcock, una de las primeras
películas en usar el psicoanálisis o la psiquiatría para motorizar la historia.
Hoy los fundamentos que usan son maniqueos, primarios, esquemáticos, absolutamente
risibles (en su descargo diremos que por entonces el psicoanálisis estaba
literalmente en pañales). De todos modos, si se aceptan sus limitaciones, la
película sigue viva. Gracias a sus protagonistas, una impecable pareja
romántica integrada por los fabulosos Ingrid Bergman y Gregory Peck, más un
señor llamado Leo G. Carroll que hace con maestría un personaje de lo más viscoso,
además de un guión de respuestas filosas del genial Ben Hecht, una banda de
sonido, bella de toda belleza, del grande entre los grandes, Miklós Rószsa, y
una secuencia onírica diseñada, nada más ni nada menos que por Salvador Dalí.
Si tenés la suerte de no haberla visto, buscala y descubrila ya. Y si la viste,
revisitala, sigue igual de deliciosa. Toda esa gente hizo que la amnesia nunca
fuera más regocijante.
En la primera foto vemos a Filippo Timi, Valeria
Bruni Tedeschi y Louis Garrel en la sesión de fotos de Cannes cuando
presentaban Un castillo en Italia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario