Cuando
comencé a ver cine, Gene Kelly ya había atravesado su mejor momento. No llegué
a ser testigo contemporáneo de su grandeza. No percibí la pérdida, su obra
estaba ahí, al alcance de la mano. La tele daba seguido sus películas y
algunas, las mejores, se reestrenaban en los cines. Tuve la felicidad de ver en
cine Un americano en París y Cantando bajo la lluvia. Después el tiempo pasó,
él murió y su obra se volvió cosa de museo.
Llegar
a ser cosa de museo es bueno porque se supone que solo lo mejor merece ser
preservado, y también es malo porque se está circunscripto a un anaquel con la esperanza
diaria de ser desempolvado.
Qué se
yo, ser cosa de museo es ser cultura muerta. Y si algo no merece morir es la
obra de Gene Kelly. Y solo hay una manera de que no muera, llevarla a todas
partes, esparcirla otra vez, contagiársela a los más jóvenes para que la retransmitan
más adelante.
Tome un niño, joven o adulto semi joven y pásele
en su teléfono inteligente o semi tonto, en su tableta o píldora, un número de
Gene, subrepticiamente, como quien no quiere la cosa, como se pasa un secreto,
porque todos amamos lo secreto. No paremos hasta que Gene sea el mayor secreto
a voces de todos los tiempos. No paremos hasta que la expresión admirativa sea “Kelly
parió”.
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