viernes, 29 de agosto de 2014
Superlativos
Cole Porter no llegó a ser Cole Porter sin que le propinaran unos cuantos superlativos para describir su capacidad compositora.
Rachel York es una estupenda actriz y una magnífica cantante. Por derecho propio es ya una de las glorias del teatro musical. En 1989 debutó en Broadway con City of Angels del imbatible Cy Coleman. En 1993 Cameron Mackintosh la convocó para el quinteto inicial neoyorquino de Putting it together del genial Stephen Sondheim, obra en la que compartió escena con la legendaria Julie Andrews, quien al reprisar en teatro en 1995 su famosa Víctor-Victoria la llamó para el rol de Norma Cassidy (en la versión argentina, nuestra no menos fabulosa Karina K haría con ese personaje su inusualmente habitual despliegue de talento, es decir, inusual para cualquier estándar, habitual en ella). En 2003 encabezó en Londres junto al benemérito Brent Barrett Kiss me, Kate colosal clásico de Cole Porter. Aquí se la ve hacer I hate men. Nótese que en la estrofa del vendedor, cuando dice que mientras él viaja, ella se queda en casa para tener los bebés, aprovecha el sostenido en “men” para graficar un parto. No sé si fue su idea o la del director, aunque haya sido de quien haya sido, la ejecución es impecable.
El año pasado protagonizó otro maravilloso clásico de Cole Porter, Anything goes. En Argentina el mismo musical con el título apropiadamente traducido a Vale todo era encabezado por la multitalentosa Florencia Peña, que nos dejaba con la boca abierta o sonriendo como bobos, embriagados de encanto siempre. Aquí se ve a Rachel York hacer Blow, Gabriel, blow, el primer gran número del segundo acto. Huelgan las palabras y se impone el deleite.
viernes, 15 de agosto de 2014
miércoles, 6 de agosto de 2014
Guido
No hace
mucho, una noche, veníamos de Buenos Aires con una amiga en su auto. Habíamos llegado
al tramo de la autopista que están ensanchando, el tráfico no iba a paso de
hombre sino más bien, como diría otra amiga, la poeta, venía con hipo,
avanzábamos y nos deteníamos con intermitencia. Regresábamos de ver una obra de
teatro, la charla sobre lo que habíamos visto se había agotado hace rato y la
conversación era tan aleatoria como nuestro avance. De repente ella dijo: “Lo
que no me voy a olvidar nunca es de cuando vi por primera vez a las madres o
las abuelas de Plaza de Mayo, de cuando las vi en persona o de cuando me enteré,
no como un dato sino como una presencia. “ Y me contó que de chica había ido con la escuela
a no me acuerdo qué paseo e inesperadamente allí estaban ellas, ineludibles. Claro,
la cuestión tenía su contundencia porque uno no se enteraba de esas cosas por
los diarios o la tele, porque eran tiempos en que esas cosas no se hablaban en
los medios, y si sí, era mejor que no. Yo, a mi vez me puse a desmalezar en mi
memoria para remontarme a mi primera vez. Debió de ser el año 78 o 79. Yo
andaba por la facultad de Humanidades y había ido a Buenos Aires a comprar
libros en inglés en la librería Rodríguez que quedaba o queda en la calle Sarmiento, ahí
en el microcentro. Supongo que más tarde había decidido ir al cine y tenía que
hacer tiempo, como sea, terminé en Plaza de Mayo y allí estaban, con sus
pañuelos blancos y no sé si con pancartas, (las pancartas pudieron haberse
impreso en mi memoria por imágenes posteriores), me debe haber llamado la
atención de que manifestaran por algo, en esos tiempos nadie manifestaba por
nada, y debí tener cara de extrañeza, por joven y por pavo, porque alguien que
pasaba me dijo: Piden por sus hijos. No necesité saber más, como era de La
Plata, algunas cosas no requerían mayor aclaración. No sé si tuve el dato de
sus marchas antes, pero después de esa vez, fueron una presencia, ineludible.
Ayer,
una de las historias más largas y más tristes, a pesar de la templanza de su
protagonista más pública, Estela, llega a un desenlace feliz. Y sí, desde ayer
somos una sociedad mejor. Cruzo los dedos y rezo para que el olvido nunca se
instale y el horror no vuelva. Más.
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