Gracias a Dios tuve un buen padre.
Entre muchas otras cosas, me legó el amor por el cine y los libros, que no
harán de mi vida un paraíso aunque, claro, la mejoran. La historia del cine
registra unos cuantos padres inolvidables. En este instante, mi vapuleada
memoria me recuerda el de Gregory Peck en Matar
a un ruiseñor, y más aquí en el tiempo, el de Steve Martin en Todo en la familia y el deliciosamente
delirante de Jim Carrey en Mentiroso,
mentiroso. Aunque en el cine más o menos reciente, el mejor padre de todos
es el Gary Lewis. El hombre no es nada más ni nada menos que el padre de Billy Elliot.
Este padre me conmueve hasta lo
indecible. Deja de lado todas sus convicciones y se transforma en lo que
considera la peor escoria de la Tierra, un rompehuelgas, para que su hijo tenga
una oportunidad en una disciplina artística que por formación y gusto jamás
comprenderá: el ballet. La escena en que entra a la mina en el ómnibus de los
rompehuelgas y es visto por su hijo mayor puede que sea una cumbre del melodrama,
pero da con elocuencia la magnitud de su sacrificio. Y el posterior y parco
viaje a Londres es de una seca ternura pocas veces alcanzada en el cine.
Billy Elliot es una historia
inolvidable que no sería tal sin semejante padre.
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