martes, 6 de diciembre de 2011

Querido diario

He tomado una resolución muy importante que no cambiará mi destino ni engrandecerá el de la patria, pero que, con suerte, sosegará mi espíritu. Todo el tiempo que no trabaje (la tarea docente continúa, tengo la última mesa de examen el jueves 22 del corriente y las putas traducciones llegan puntuales como resacas después de grandes borracheras) lo pasaré tirado en el living bajo el ventilador de techo leyendo novelas policiales. Así que me alejaré de ti temporalmente, querido diario. Si alguien lee estas páginas, sepa que puede hojearlas a su antojo. Quizá encuentre algo que lo solace, le arranque una sonrisa o le despierte una puteada. (La reacción es lo que cuenta, no importa el signo). 

jueves, 1 de diciembre de 2011

Montand


Montand

1

Siempre que puedo reincido con las clases de canto. Sólo cuando puedo, se refiere esta vez más al dinero que al tiempo, porque por su especificidad y poca demanda, las clases de canto son tan caras como una exclusiva prostituta francesa traída especialmente de París para la ocasión en vuelo chárter. Una vez, hace tiempo ya, había cobrado una plata que se me debía por una demanda, que pensé que jamás recibiría. No era una fortuna, pero algún lujo, pequeño, me podía permitir. Decidí entonces tomar clases con una renombrada profesora que sólo le daba clases a los grandes, reconocidos profesionales tanto de la lírica como del canto popular. De puro negro cabeza, no más. Para poder después chapear y decir que yo también había tomado clases con la profesora de menganito o zutanita. Le pedí a una amiga, que por entonces trabajaba en relaciones públicas, que consiguiera el teléfono y me presentara. Mi amiga, que la conocía de mentas, dijo: Mirá, Gustavo, que no sólo es cara sino que casi no toma alumnos, es probable que te ponga en una lista de espera, te exija una audición y después ni siquiera te llame. Que sea lo que Dios quiera, le contesté, vos insistí. Llamó, hizo el contacto y me llamó. Dijo que te agendaría, que por ahora es imposible, que si llega a tener un hueco te tomaría en cuenta. OK, contesté, veamos qué pasa. Algunos meses después, me llama mi amiga. La señorona ésta, la profesorcita con la que querés tomar clases llamó, dice que vayas el jueves a las 18, que te va a entrevistar, que prepares algo. Me pasó la dirección y el jueves a la hora señalada, toqué el timbre. Me dio la mano, no un beso en la mejilla y me hizo pasar. Recalamos en una biblioteca, grande como una pista de baile, en el centro un piano de cola, junto a la puerta, otro piano, vertical. Empecemos por el principio, me dijo. Se sentó al piano vertical, me hizo vocalizar y me pidió la partitura de lo que había preparado. Saqué de mi mochila la partitura. No llegué a alcanzársela porque había visto el título y me dijo: No es necesario, la conozco. Yo había elegido una vieja canción italiana que exhibía todas mis falencias y ninguna de mis virtudes (si es que las tengo). Una dama, no movió una ceja. Emití el trémolo final, para nada triunfal, y me invitó a sentarme en un sofá que estaba junto al ventanal que daba al cuidado jardín delantero. Acercó una mesa con tazas y termos y dijo: ¿Té o café? Decidí ser sincero: Café. Eso le cayó bien porque sonrió y me dijo: En realidad, para ayudar a calentar la gola, conviene más el mate, pero los alumnos lo consideran poco fino, casi todos eligen el té. Ella también se sirvió un café y sin preaviso me largó: ¿Cómo quien le gustaría cantar? De todas las respuestas posibles, sin pensarlo siquiera, sin habérmelo planteado jamás, dije, como si fuera una elección de toda la vida: Como Yves Montand. Claro, me contestó, usted es actor. Sí, musité, procurando deducir si era un insulto o un elogio. Tomó un sorbo de su café, pensó un segundo y dijo: Usted tiene una formación vocal muy embrionaria, ante cualquier otro cantante, yo le hubiera dicho que sí, que como no, pero Montand como modelo..., yo podría enseñarle todas las piruetas vocales que se le ocurrieran, pero el artificio de la simplicidad es el más difícil de enseñar y de lograr, no sé, déjeme pensarlo, deme su teléfono, cuando tome una decisión lo llamaré. Ah, agregó, esta entrevista se paga como una clase más. Me dijo una cantidad, importante y extendió la mano. Recontó los billetes que le di y puso el fajo bajo la azucarera. Lo acompaño, dijo, y en la puerta, volvió a darme la mano y con una sonrisa, que no me pareció fingida, remató: Fue un gusto. En el viaje de vuelta, pensé que lo de Montand y el artificio de la simplicidad era un cuento chino, una excusa que se le ocurrió en el momento para mandarme a cagar; que nombrara a quien nombrara, la respuesta hubiera sido la misma, un no rotundo. Mi amiga, que no en vano se dedicaba a las relaciones públicas, opinó en contrario. Mirá, Gustavo, si te hubiera mandado a cagar, no hubiera tomado tu número, habría dicho que se comunicaría conmigo para que yo te avisara, esperá, unos meses, quizá unos años, pero te va a llamar. No fueron meses ni años, fueron unas semanas.

2

El teléfono sonó a las 23:30 de un miércoles. Como todavía vivía con mis padres, todos, hasta el perro, pararon las orejas. Una llamada a deshora bien puede ser una mala noticia. Era ella que después de identificarse, dictaminó: Lo pensé mucho, estuve escuchando mucho a Montand, hay algo que le puedo enseñar, tomará unos tres meses, tendrá que venir dos veces por semana y me dijo los días y horarios. Hizo una pausa, yo saqué cuentas, las clases se comerían la plata de la demanda y parte de mis ahorros. Acepté, no en el colmo del entusiasmo, pero sí satisfecho. El día fijado para la primera clase, llovía. Llegué antes y esperé a que se hiciera la hora bajo el alero de una ferretería que estaba no exactamente en frente sino unos metros más allá de su casa. A la hora fijada, toqué el timbre. Me atendió una mucama uniformada esta vez. Me hizo pasar y me estacionó en un incómodo sillón Luis Algo, que estaba en un cuartito diminuto junto a la biblioteca. Oí que le daba clase a una famosa folklorista que no podía lograr que su color vocal fuera tan oscuro como ella quería en algunas notas. Entendía lo que decían, claro, pero el problema técnico estaba más allá de mi experiencia. La clase se demoró y tomó unos cuarenta y cinco minutos de mi horario asignado. Me hizo pasar, me tendió un vaso con agua y me dijo: Está vez el café va de salida, usted viene de La Plata, si llega antes, pasé nomás, no espere a la intemperie (evidentemente me había visto), usted es muy educadito y no se va a instalar tres días antes, y, ah, no soy una psicoanalista sino más bien una dentista que se asegura que los arreglos después no duelan, o sea que si la clase anterior se extiende, paciencia. Me hizo hacer unos ejercicios de yoga que conocía por las clases de teatro y me indicó que me recostara en la alfombra frente al sofá, ella se sentó, se descalzó, puso los pies sobre mi panza y dijo: Llene la panza de aire. Eso hice y ella empujo con los pies para que lo expulsara. Hicimos eso un rato, largo, que me pareció una eternidad. Después se sentó en la alfombra, puso mi cabeza en el regazo y con sus manos en mi pecho, me pidió que respirara. De vez en cuando presionaba sus manos con gentileza. Terminada la clase, tomamos café, me pidió que le contara la última novela que había leído, vio que mis hemisferios cerebrales estaban más o menos en orden y me habló de las columnas de aire y los resonadores. Ya había tomado lecciones antes y las columnas de aire y los resonadores no me eran nuevos, pero ella hablaba de un modo que los hacía sonar como de ciencia ficción. El mismo esquema se repitió en las siguientes ocho clases. Espiaba un poco de la clase anterior que siempre se demoraba, aunque los famosos no siempre eran los mismos. La mayoría hacía "clínica", venían con un problema concreto que tratar. Yo llegaba siempre antes de hora, pero como era muy educadito si el día estaba lindo, me dedicaba a estudiar la arquitectura del señorial barrio y tocaba el timbre a horario. Si llovía, no. Entraba y la mucama, que se llamaba Eloísa, aunque no me correspondiera de entrada, me daba café con galletitas y me guiñaba el ojo. Para cuando la clase empezaba, la bandeja había desaparecido. Mis clases consistían en técnicas de respiración. Iban de lo que me parecían variaciones de la gimnasia alemana a modos de manejar el aire, típicos de la meditación. Las clases pautadas duraban una hora, pero en realidad nunca bajaban de una hora y media o dos. Yo tenía que repetir por mi cuenta los ejercicios dos horas por día, lloviera, tronara o fuera fiesta de guardar. Yo cumplía como un soldadito. Conscripto, más que de carrera. Parecía bruja, sabía cuando en vez de practicar dos horas, había practicado media hora menos. De los tres meses pautados, había pasado uno y yo no había cantado una nota. Me propuse preguntarle si alguna vez lo haría. Tenga paciencia, me dijo, si hubiera elegido de modelo a Plácido Domingo o, no sé, a Julio Sosa, estaría cantando hasta por los codos, pero eligió a Montand, o sea la simpleza, el no adorno, el buen decir, nada de fuegos ni juegos vocales, pero si siente que no va a ningún lado con las clases, lo dejamos aquí y amigos como siempre. Suspiré y le dije que continuaría. Muy bien, dijo y agregó: Le iba a pedir que se hiciera estos estudios, y me dio una lista de exámenes otorrinolaringológicos. Cuando estuvieron listos, se los llevé y ella analizó las radiografías y los estudios con fruición y exclamó: Claro, es lógico, por acá iba en el camino incorrecto, pero por acá acertaba. Me preguntó si les podía quedar hasta que terminaran las clases. Accedí, ¿para qué los querría yo? Gracias a Dios, de salud, al menos esos órganos estaban bien. Las clases siguientes transcurrieron en idéntica tesitura. Meta respirar, respirar y respirar. De cantar nada. En las clases posteriores a la entrega de mis exámenes, me ponía las manos en las narices, en las mejillas, en la frente, en la garganta, en el pecho, en la espalda, en las caderas, en el vientre, y me hacía respirar. Una vez hasta me auscultó las rodillas mientras respiraba. Menos las partes pudendas, no le quedó centímetro de mi cuerpo sin tocar.

3

Aquel día, el de la revelación, cuando me hizo entrar a la biblioteca, me dijo que era la última clase. Cambió la rutina del café, lo tomamos al principio, me hizo relajar, fue hacia el equipo de música, preparó un disco y me dijo: No quiero que cante con él, las palabras no importan, quiero que tararee junto a él, que respire las frases con él, hágalo con los ojos cerrados y cuando le toque el codo o el hombro, hágalo con la boca cerrada. Sé que no entiende bien lo que le pido, pero confíe en mí, al principio no le saldrá, pero verá como de a poco, respira y emite al mismo tiempo que él. Puso el disco y comencé. Era Yves Montand, claro. Dijo bien, al principio no entendía qué carajo se suponía que hiciera, pero de a poco me dejé ganar por el juego y la magia comenzó. Era el disco de un recital en vivo y promediaba el tercer o cuarto tema cuando comencé a respirar al mismo tiempo que Montand, la carga de aire me duraba lo que a él, a veces más, a veces menos. Sin querer le hacía una segunda voz, pero terminé cantando con él, al unísono. Cuando el disco terminó, puso otro. No se desconcentre, no abra los ojos, siga. Canté todo el segundo disco y me pidió que repitiéramos un tema: La bicicleta. Lo repetí. Ella sacó el disco, me sentó, me besó con dulzura la frente y me dijo: No venga más, ya no tengo nada que enseñarle. Cuando le quise pagar, negó con la cabeza y dijo: No, la clase de hoy es un regalo, bueno, en realidad, yo tendría que pagársela a usted. En la puerta, no sé por qué, o sí, pero para qué insistir, se me llenaron los ojos de lágrimas. A ella, también. Tomó mi mano, la rozó con sus labios y dijo: Gracias. Giró y entró, la espalda levemente convulsionada por el llanto. Yo di vuelta la esquina y me senté en un umbral a llorar hasta que no me quedaron lágrimas.


Sigo cantando como el culo, pero me bebo el aire cuando respiro. Creo que tengo la respiración de un mamífero y la de un pez. Nunca le conté que me ganaba la vida como profesor de inglés. Lo que aprendí con ella, me sirvió y me sirve no sólo en el teatro sino en mi vida profesional docente. Ni el resfrío más acérrimo, ni la disfonía más aguda, me dejan mudo. Puedo hacerme oír en medio de tormentas y ruidos de motores. Si respiro bien y emito a conciencia puedo proyectar mi voz a dos cuadras de distancia, quizá tres si es de noche. Alumnas sensibles me han dicho: ¿Puede hablar más bajo, profesor? Pero, si estoy hablando bajo, contesto. Sí, me dicen, pero haga que su voz no me retumbe en la cabeza. Parejas me han hecho callar, no porque fuera aburrido o impertinente lo que dijera, sino para descansar los oídos. A veces hablás y parece que las paredes reverberan, me dijeron. He dado funciones con la voz rota y me han escuchado hasta los boleteros. En fin, si soy un fenómeno de circo o de parque de diversiones, se lo debo a ella.

4

Muchas veces, cuando ahorraba un poco, me preguntaba si no debía volver, si no debía plantearle un problema, pedirle una "clínica", pero me resonaba aquello de "ya no tengo nada que enseñarle". Una vez hice una "clínica" con una famosa cantante porque la puta i se me desinflaba y por sostenerla, me salía calante. Yo sabía que esta famosa cantante había estudiado con ella, me había precedido en un par de ocasiones a mis clases. Cuando me preguntó con quien había estudiado, hice la lista y la nombré. Está loca, me dijo, todo lo hace pasar por el aire. Pero yo aprendí mucho, protesté. Una cosa no tiene que ver con la otra, dijo la famosa cantante. Como ella tampoco era un ejemplo de salud mental, no le di importancia. Me enseñó a solucionar el problema de la puta i, el truco está en relajar la lengua, apoyarse en los dientes y no jugar mucho con los labios. Si practico y no la quiero sostener tres días, no me sale calante. Si la querés sostener mucho, concluyó la famosa cantante, se te va a calar, el problema no es el aire, es que ya no te da la voz, tenés aire como para un titán, pero de voz sos un alfeñique. No sonó bien, pero era verdad. Los años pasaron. Como estudiaba canto para acrecentar mis recursos de actor, a veces tomaba clases, a veces no. Regresaron algunos grandes maestros de teatro que se habían exiliado por la dictadura, así que cada vez que ahorraba, prefería tomar clases con ellos, en vez de profundizar con el canto. Hasta que dejé de estudiar. Un importante maestro extranjero que vino a presentar una obra y dio unas clases magistrales me tomó como ejemplo y me retó mal. Ahí tienen lo que deben evitar, dijo, este joven (por ese entonces lo era) ya no tiene nada que aprender, lo que tiene que hacer es hacer sus cosas, convertirse en maestro si le da el cuero y dejarse de joder, pero él, no, prefiere ser el perfecto alumno eterno. Me vio la cara de desazón, me puso la mano en el hombro y agregó: Lo que te quiero decir es que te quiero de colega, no de alumno. Más claro, echale agua. O largaba todo o me ponía a hacer mis cosas. Me dejé de joder. Para maestro no me dio el cuero, pero colega del señor ya soy. Un buen día recibo por carta (era la época en que se usaba el correo) una invitación de la profesora a un recital que hacía a pedido de sus alumnos. Así se enteran que enseñaba lo que no sabía, agregaba de puño y letra al impreso. Y detrás de la tarjeta ponía: Si podés no me falles, Montand, es importante. Me sorprendí, tenía mi teléfono, pero jamás le había dado la dirección. El misterio fue breve. Debe ser la señora que llamó hace unos días, dijo mamá, se presentó como una ex profesora tuya, que necesitaba la dirección para invitarte a no sé qué cosa y se la di. Fui. Pagaba el pato de quien abandona una carrera para dedicarse a enseñar. Cantaba a la perfección, pero se apegaba tanto a la técnica que el alma se le escapaba, no aparecía. Hasta que apareció, por un ratito, en los bises. Se despachó con un aria de las joyas del Fausto de Gounod, que nos puso la piel de gallina. Era su canto del cisne, se había jurado no cantar más en público. Emocionado, me acerqué y le di un beso. No me quedé a la recepción. Era el único no famoso. Yo ya tenía una carrera más larga de la de muchos de los que estaban ahí. Pero en las sombras, en los márgenes, el seguidor jamás me había iluminado. A la semana me llegó una tarjeta en la que sólo había escrito: Gracias.

5

El tiempo pasó (menos mal porque si deja de pasar es porque se acabó para vos) y no volví a saber de ella, directa o indirectamente. Bah, a veces en la televisión, alguien mencionaba estudiar o haber estudiado con ella. Me la choqué literalmente la primera vez que Ute Lemper vino a cantar a la Argentina. El hall del teatro está llenísimo. Yo iba al baño, lo que parecía imposible porque había que pasar por la boletería, donde una multitud pujaba por retirar entradas o invitaciones. Ella me reconoció primero, antes de que le pidiera disculpas por atropellarla, exclamó: ¡Montand! y me dio un cálido abrazo. Feliz estuve después por reencontrármela, en ese momento estaba apabullado. ¿Qué fue de tu vida? preguntó, pero no esperó respuesta, siguió con la palabra. ¡Si supieras la cantidad de veces que estuve por llamarte para que volvieras a estudiar conmigo! (Fuck, pensé, yo también) Pero no tenía sentido, lo que me faltaba enseñarte, lo podías aprender con cualquiera. En cambio lo que hicimos fue único. Enloquecí con lo que aprendí con vos y volví a todos locos con las tomas de aire, las columnas de aire que comencé a llamar columnas de luz y los secretos de los resonadores. Inventé un sistema que comencé a aplicar con resultados sorprendentes. Todo gracias a que a vos se te ocurrió decir Montand y no Domingo o cualquier otro tenor. Comenzaron a llamarme de Europa, paso 10 meses allá y dos meses acá, me casé bien, con un italiano, es tan encantador como rico, vivo en París, soy asesora vocal de la Ópera de París, alumnos argentinos casi no tengo, salvo un par de nuevas estrellas que vienen nada más que para decir que estudiaron conmigo, no te rías, pero hasta la alemana que escucharemos hoy pasó por mi sistema de la toma-de-aire-Montand, pero contame vos. Le dije cómo me ganaba la vida, que lo que había aprendido me sirvió para hablar por encima de alumnos díscolos con vozarrón de barra brava, que cantaba en mis espectáculos cuando los mismos lo ameritaban, que nunca la olvidaba. Se acercó un famoso cantante de tangos a saludarla y aproveché para despedirme. Me dio un beso en la mejilla y me dijo al oído: Profesionalmente fuiste mi hombre del destino. Cuando salí del baño, hacía su entrada una superestrella de la televisión y nos asfixiaba un enjambre de camarógrafos y fotógrafos. Rescaté a la amiga con la que estaba y la llevé a la vereda, para respirar y fumar un cigarrillo. La convencí de que entráramos cuando la multitud del hall adelgazara un poco. ¿A quién saludaste?, me preguntó. A alguien del pasado, contesté y no dije más porque el cuento era largo y no sé si tenía ganas de contarlo. El espectáculo nos fascinó y cuando Ute ensayaba una pirueta vocal me divertía pensando que en algún momento había pasado por un sistema de toma de aire que habían inaugurado conmigo. Bah, más que divertirme, me llenaba de orgullo.