jueves, 4 de octubre de 2012

La Hija de Dios en La Plata


Desde que me enteré de su existencia, quise verlo. Aunque cuando iba a Buenos Aires terminaba viendo otro espectáculo que me urgía más, principalmente porque bajaba de cartel. Cuando supe que venía a La Plata, me apresuré a sacar la entrada. En la boletería me anoticié de una ventaja y de un inconveniente. La ventaja era que la entrada costaba muy poco ya que era a beneficio de un comedor y el inconveniente era que las localidades no venían con ubicación, de modo que el día fijado para la función había que ir con antelación a hacer cola si uno quería no estar muy lejos del escenario.

Terminé una traducción cortona y me puse a rezar que no entrara ningún mamotreto. Si mientras estaba afuera, venía algún trabajo que se robara mi tiempo, ya sabría lidiar con él. Al menos disfrutaría del espectáculo como si fuera dueño de mi tiempo. Cargué caramelos para endulzar la espera, puse en el teléfono un musical de Cy Coleman que quería escuchar, paseé el perro y me fui.

Llegué al teatro a las 7 y media. Ya había cola. Calculé que al menos me sentaría en la platea. Mis esperanzas de encontrar un buen lugar pronto se vieron opacadas. Como suele ocurrir en estos casos, los integrantes de la fila no son los que son, si no representantes de grupos mayores que van llegando y van engrosando la cola. Había una familia particularmente sociable que incorporaba a  sus huestes a cuanto conocido circulara por las vecindades. A punto estuve de decirles que exageraban, pero me contuve, no quise quedar como lo que soy, un jetón andropáusico.

A las 8 y cuarto nos hicieron entrar. Las acomodadoras, más amables que nunca, vigilaban para que no quedaran blancos en las hileras de butacas. Me senté la punta de banco de la fila 7. En el escenario reinaba en el centro una gran pantalla de video flanqueada por unas tupidas alfombras blancas sobre las que se asentaban una especie de escritorio alto a la derecha del público y una banqueta alta cromada con forma de copa a la izquierda. A las 8 y 30, la hora anunciada, con puntualidad prusiana, se oyó el aviso de que apagáramos los celulares y se nos advirtió que se prohibía sacar fotos (restricción que no se cumplió dado el fervoroso entusiasmo de los espectadores). En ese instante hicieron su entrada al palco, que daba frente a la fila en la que estaba, las autoridades y Claudia Villafañe. Unas señoras se pusieron de pie y la fotografiaron. Claudia sonrió comprensiva. De ser más ducho en el manejo de la cámara de mi celular y menos tímido, también le hubiera sacado una foto, Claudia es una persona por la que siento una  profunda admiración. Mi timidez, enmascarada en civilizados deseos de no molestar, me hizo clausurar el celular.

Las luces de sala se apagaron, se encendieron las del escenario y entraron por lados opuestos, Dalma, acompañada por el actor Mariano Bicain, que representa al maradoniano irreductible. Después de un atronador aplauso de bienvenida, Dalma dio comienzo a una especie de conferencia en la que dilucida qué y cómo es ser hija de Diego. Arranca con datos pelados que se van recubriendo de carnalidad, significancia y argentinidad encendida. Maradona es un mito argentino y (andá a discutírmelo) un regalo prodigioso de Dios que ya se sabe es argentino. La narración se vertebra en la dicotomía de la protagonista respecto de su padre  (para los demás es “el” Diego, para ella no es nada más ni nada menos que “papá”). El texto, concebido por Dalma junto a la dramaturga y directora, Erika Halvorsen, es fluido, elocuente y mojonado por buenos chistes. La interacción con el “maradoniano” es una buena idea que fructifica. Y los videos que se exhiben son un privilegio. Son videos caseros, pero no cualquieras, si no los de la intimidad de la familia Maradona. La emoción, como en los buenos espectáculos, no se persigue, pero se cuela por todos lados. Revivimos un pedazo de nuestra historia, la mejor, la de la alegría, la de los logros. Lo celebramos al Diego una vez más, a través de la historia de su hija ahora, y en el fondo nos celebramos a nosotros mismos, porque el Diego es tan nuestro que somos un poquito él. Las bellas palabras con las que se cierra el espectáculo ratifican en cierto modo esta idea, la de la celebración de la vida a través de un mito que nos contiene.

Dalma, como actriz, luce segura, desenvuelta, histriónica, con buen timing para el humor, y sincera en el manejo de la emoción. Su comodidad en escena nos desarma y establece de movida un ida y vuelta que se potencia a medida que transcurre la función.

Un espectáculo único e irrepetible, esta vez más que nunca por la singularidad de lo que se cuenta, que por la calidez, la sinceridad y la destreza de su ejecución se vuelve inolvidable.

Ah, el espectáculo se llama “Hija de Dios” y lo vimos en el Coliseo Podestá

No hay comentarios:

Publicar un comentario