El cinéfilo, como los viejos, vive de recuerdos. Yo ya
soy ambas cosas, o sea que soy doblemente cinéfilo o doblemente viejo. Y en
este ejercicio de la memoria hay cosas que uno elige olvidar hasta que un
hecho, esta despedida por ejemplo, hace que volvamos a recordarlo todo, el
cine, la televisión, la vida, lo que los dolores ocultaban, las tristezas mitigaban
y las compensaciones no deparaban.
Ya no me duele la infancia, aunque ni en el olvido es
tan gloriosa como me hubiera gustado que fuera. Hice las paces con ella, como
con todo lo que ya no puede remediarse. Un poco por obligación, o resignación,
que es casi lo mismo, porque para qué insistir, porque no se puede estar toda
la vida rumiando las mismas angustias, porque terminan por aburrir, por
volverse iguales. Pero cuando uno cierra y se va, deja detrás también los
pequeños placeres que hacían menos grises los grises. El dulce de leche, tu
beso casi sin querer en la oscuridad repentina de cuando se cortó la luz en la
calle y yo te daba el libro que querías, y Simón Templar, El Santo. Uno siempre
veía El Santo, porque no había mucho para ver y porque era buena. Entretenía de
verdad y la tristeza y el hastío se alejaban por un rato en la hora en que
titilaba el blanco y negro del televisor mastodónico, como todos los
televisores de esa época. Y uno se sorprendía porque la chica de tal o cual
capítulo fuera Julie Christie, a la que veíamos en refulgentes colores en las
pantallas de los viejos cines y nos alegrábamos que hubiera llegado a estrella,
esa hermosa tan en blanco y negro de este otro santo más.
Dicen que Dos tipos audaces se hizo en el 71 y en el
72, no sé cuándo se dio por acá, si sobre esas fechas o después, pero a mí se
me cruza con la dictadura, y la muerte que se quería tapar y que se enseñoreaba
más en el silencio que no era salud ni silencio. Brett Sinclair se llamaba
ahora Simón Templar, y Tony Curtis, su coprotagonista, con más presencia en el
cine de Hollywood, hacía de Danny Wilde. Vimos más de un capítulo con papá y mamá
y mis hermanos, y nos reímos con los gags y nos entretuvo la insustancialidad del
argumento. Y en el rato que duraba, la vida afuera era menos amenazante, lo que
no es decir poco, porque por entonces la vida era amenazante hasta cuando no lo
era.
Y en el 73 llegó el primer Bond de Moore, el mejor
suyo, o el que más recuerdo, y lo vimos con mamá y Alejandra en el Gran Rocha,
al disco ya lo teníamos transparente de tanto escucharlo, con Paul McCartney y
dale con el Live and let die. Después se vino la noche y el horror no era Lovecraft
sino verde oliva.
Y ahora cuando nadie más debería morirse, por decreto
aunque más no fuera, va y se muere Roger Moore, y me agarran las pocas ganas de
recordar y me envuelve el sentimiento de que fui injusto con Roger Moore,
porque de esa época no me olvidé nunca de Chinatown, de Humphrey Bogart, del
Cabaret de Minnelli, del Taxi-driver de DeNiro, de los deslumbrantes Ingmar
Bergman y de tantas otras cosas, pero de él me olvidé, porque era efervescente
como un chiste tonto, leve como seda que roza, pero está ahí en el rompecabezas
de ese beso que me dieron porque se cortó la luz de la calle de repente, y que
no volví a recordar para que no me encegueciera más con el juego de que la
felicidad es posible y de que está al alcance de tus labios esquivos.
Gustavo Monteros
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