No es que fuera virgen de los zombis, los muertos
vivientes no descansan en paz casi desde los albores del cine, es solo que las
historias que los cobijaban no figuraban entre mis favoritas. En los últimos
años, en los que dejaron de ser un elemento más de lo fantástico para
convertirse en la esencia que define un género, una de zombis, alcanzando por
fin el status de los venerables vampiros, hice lo posible para permanecer al
margen. Hubo excepciones, claro, por amor a Emma Stone y gracias a una
perentoria recomendación que no dejaba margen para la negación, vi Zombieland (Ruben Fleischer, 2009) en la
que, entre otras delicias, aparece el gran Bill Murray reencarnándose a sí
mismo en el mejor de los Bill Murrays, o sea el de la comedia pura. Con Emma
Stone coprotagonizaban el personalísimo Jesse Eisenberg y el siempre efectivo y
querible Woody Harrelson. Ahora que me acuerdo, antes había visto la
desternillante Shaun of the dead
(Edward Wright, 2004) con los maravillosos Simon Pegg y Nick Frost, regocijante
delirio de delirios, que transcurre en un suburbio inglés en el que se desata
una epidemia zombi. Las críticas y la apabullante publicidad me hicieron ver Guerra mundial Z (Marc Foster, 2013) en
la que Brad Pitt descubre cómo acabar con el mal zombi, después de que el mundo
conocido está, tal como le gusta a los tanques pochocleros, destruido. La ahora
famosa escena de los muros de Jerusalén se erige antológica por mérito propio. Y
este año, por poner a prueba si mi admiración por Jane Austen se veía ultrajada,
vi Orgullo y prejuicio y zombis (Burr
Steers, 2016) y para mi sorpresa, la mezcla me divirtió.
Como también me divierte, para matizar tanto verbo to
be y Presente Simple, preguntarles a mis alumnos qué series o películas me
recomendarían. Entre las primeras, aparece siempre The walking dead. Invariablemente yo divulgo mis reparos, y ellos
expresan, con gestos y palabras, que soy un imbécil certificado que no sabe
apreciar lo que es bueno. Tanta pasión me intrigaba, y como Netflix la tiene en
su plataforma, sabía que a la primera noche de insomnio la probaría de
somnífero.
El afiche de la primera temporada tendría que haberme
advertido que los zombis dominarían la escena, pero que el esquema narrativo
sería el del viejo y querido western. El pobre caballo que monta Rick Grimes
(Andrew Lincoln) no pasa del segundo capítulo, pero denota con claridad frente
a qué espejo se probarán los trajes.
Convengamos primero que el western es el territorio de
las abstracciones, de la metafísica. La naturaleza cruda, limpia y salvaje desneurotiza
los conflictos y los reduce a sus esencias. Se vive, se muere o se sobrevive.
Triunfa la justicia humanista o se impone la ley del Talión. Reina la ambición
desmedida o se doblega ante el derecho de los colonos por su ranchito o sus cabezas
de ganado. El duelo final devuelve las cosas a su lugar con el triunfo del Bien
o las desbarata para siempre si gana el Mal. En el western nada es pequeño, la
epopeya es lo corriente.
The
walking dead arranca con acción trepidante en un mundo “normal”.
Dos policías, Rick y Shane (nombre de gloriosa prosapia en el western)
persiguen unos asaltantes fugitivos. Tras un tiroteo, Rick, herido, queda
confinado en coma en un hospital. Cuando despierte, la epidemia zombi se habrá
enseñoreado, sembrando caos y destrucción. Camino a su casa conocerá a Morgan
(Lennie James) que junto a su pequeño hijo le enseñarán los rudimentos de la
nueva supervivencia. Rick decidirá acercarse a Atlanta con la certeza de que
allí el ejército se las habrá ingeniado para mantener alguna forma de
civilización. Ahí viene la escena del afiche, craso error el de Rick, los
zombis dominan Atlanta y se comerán vivo a su caballito. Rick se enredará con
un grupo de sobrevivientes y terminará en un campamento donde se reencontrará con
su mujer, Lori (Sarah Wayne Callies), y su hijo Carl (Chandler Riggs), que
fueron llevados allí por su amigo Shane (Jon Bernthal). Detalle no menor es que
Lori creyendo que Rick estaba muerto había iniciado apasionado romance con
Shane. La cuestión es que el campamento no tarda en ser atacado por una horda
de zombis, y si yo no hubiera caído antes, ya tenía la confirmación de que
cabalgábamos en el western. Equiparar al campamento con el clásico convoy de
carretas se imponía por propia lógica. Y los zombis como enemigos son más
preclaros que los indios.
El primer western fue políticamente
incorrecto a más no poder. Lo conducía la idea recalcitrante de la peor
derecha, el indio era sucio, salvaje, cruel y había que exterminarlo a como dé
lugar. Con el tiempo se impondría la visión revisionista y el indio era solo el
aborigen que se defendía de la invasión. Al western no le quedó más remedio que
humanizarlo. La humanización quebró el equilibrio maniqueo que se manejaba y el
western pasó a preocuparse más de otros villanos, como el maleante blanco
despiadado que no respetaba derecho alguno. Variante esperable, ya que al
devolverle al indio su posición de pueblo originario, el convoy de carretas pasaba
de víctima a ser el invasor que venía a destruir una forma de vida. Con los
zombis no hay esos problemas de prejuicios de derecha antihumanista ni de
revisiones políticamente correctas, son guiñapos malolientes de dentadura
voraz, listos para engullirse un buen trozo de carne viva, humana
preferentemente. O sea, junto con el bichito dentudo de Alien, el enemigo perfecto.
Las primeras cuatro
temporadas (a partir de la tercera de 16 capítulos cada una, divididas en dos
tandas de ocho, la primera tanda se emite en octubre y noviembre y la segunda
en febrero y marzo del año siguiente) se concentran en todas la variables del
viejo western, ataques a los campamentos, excursiones para conseguir víveres o
mejores condiciones de vida, rescate de dichas excursiones atrapadas en
diversos peligros, duelos entre rivales, aprendizaje del pequeño cowboy
(subtrama que se concentra casi exclusivamente en el personaje de Carl), etc.
Como en la saga de Mad Max (otra variable del western, a
decir verdad) los personajes son itinerantes y les conviene no encontrarse con
otros sobrevivientes. Según parece la destrucción del mundo tiende a sacar lo
peor de nosotros, tanto que lo menos peor vendría a ser el sálvese quien pueda.
De todos modos la serie necesita sobrevivientes nuevos, ya que la historia
avanza según dos recursos: lo que llamo “carne de cañón” o de zombi para ser
más exacto y “las muertes espectaculares”, estas se dan sobre todo en los
finales de temporada o de tanda de episodios. No en todos, pero sí en muchos
capítulos, los personajes fijos se encuentran con personas que tienen
peculiaridades que uno intuye que podrían desarrollarse, pero que están puestas
para que simpaticemos con ellas y nos duela cuando en algún segmento del
episodio, un zombi malévolo los lleve para el otro lado. Las muertes
espectaculares les acaecen a personajes que uno creía fijos, que contaban con el
desarrollo de sus historias, pero que los guionistas consideran descartables y
que son finalmente mordidos por los pérfidos muertos vivos. El 25 de octubre de
2015 marcó un hito entre los seguidores, se suponía que hubo dos muertes, una
troncaba la vida de uno de los personajes más queridos. Hubo congoja y
recriminaciones, pero los que pasaron dicha escena cuadro a cuadro pudieron
comprobar que había en realidad un truco de cámara, el viejo y querido “punto
de vista” y que era probable que más que dos, hubiera solo una muerte. La
maldad de los guionistas hizo que no lo supieran al capítulo siguiente, que
retrotrajo la historia para contarnos el porqué del humanismo de
Morgan y de cómo aprendió aikido. Hubo que esperar un par de capítulos para
desentrañar el enigma.
Como todo personaje
itinerante, en éxodo permanente, los de The
walkind dead ambicionan llegar a una Tierra Prometida, un paraíso temporal
o permanente que les permita descansar los huesos y ver si existe la
posibilidad de restablecer algo parecido a la vida civilizada que tuvieron. Si
se exceptúan el campamento inicial, la granja de Hershel (Scott Wilson) y la
Prisión, intentos autogestionados por el grupo o “familia” de Rick de
aquerenciarse, hasta la fecha se toparon con tres comunidades establecidas por
otros: Woodbury, Terminus y Alexandria. Woodbury fue el equivalente al viejo
tropo del western de la ciudad comandada por un demente, el Gobernador (David
Morrissey) en este caso. Fue interesante la sugerencia de que en un mundo
colapsado, el liderazgo tiende a ser fascistoide o dictatorial. Y que
protagonista, Rick, y antagonista, el Gobernador, fueran el anverso y reverso
de la misma moneda, y que Rick se salvara de caer en el mesianismo incurable
por tener más contención o menos frustraciones que el Gobernador. Terminus con
su canibalismo horripilante se perfiló como una metáfora válida de unos Estados
Unidos capitalistas que llaman a los supervivientes del mundo para devorarlos.
En cambio, Alexandria, compuesto por refugiados en un club de campo modelo, es
el pueblo afortunado e inocentón que no conoce todavía los verdaderos rigores
de sobrevivir a la epidemia.
En la temporada 6, después
de que Alexandria haya soportado el ataque de The Wolves (los lobos), entra en escena la
comunidad agrícola Hilltop Colony/La cumbre, sometida al poder de Negan y The
Saviors (los salvadores). La relevancia
que tendrán estos elementos y circunstancias pasa a la próxima temporada que se
inicia en este octubre.
La psicología de los
personajes más que respetar un prolijo arco narrativo, con asimilación,
aprendizaje o superación de conductas avanza a los tropezones según los
vericuetos de las peripecias que atraviesan. Tienen actitudes cíclicas. Rick y
su hijo Carl, por momentos, son casi una perfecta máquina asesina sin
remordimientos, mientras que en otros son unos humanistas culposos,
atormentados por dudas irresolutas. Daryl (Norman Reedus) es el chico bueno que
debería ser malo, pero no, su pasado pudo haber sido muy duro, pero el cariño
de su “familia” adquirida lo ha cambiado y redimido. Glenn (Steven Yeun) es el
enamorado noble y abnegado, el ”bueno” sin dobleces, dicha bondad inmanente
compensa sus desmayos y sus equivocaciones. Morgan fue primero solidario,
después loco y ahora un humanista, veremos en que deriva finalmente.
Presentaron también mujeres
fuertes. Lori, la esposa involuntariamente infiel pero madre abnegada hasta la
inmolación, fue sacrificada más por estructura de historia, para darles más
flexibilidad y campo de acción a Rick y Carl, que por otra cosa. Mientras duró,
su personaje tuvo aristas sumamente interesantes. Andrea (Laurie Holden) fue la
enamoradiza, la que siempre anteponía sus sentimientos. Michonne (Danai Gurira)
es la samurái, su código de valores es imperturbable, y lo honrará ante todo.
Maggie (Lauren Cohan) es la más pobre en su retrato, la define su amor por
Glenn, por su familia inmediata y la conseguida. La más interesante es Carol
(Melissa McBride), de mujer golpeada pasó a aguerrida superviviente, lo
suficientemente astuta como para hacerse pasar por dama culinaria de
pulovercito y collarcito de perlas en Alexandria y así tomar desprevenidos a
sus vecinos y saber qué piensan de verdad. Le dijo al pequeño y neurótico Sam
(Major Dodson) de triste destino que “o aprendía a vivir con la mierda de la
vida o era devorado por ella”. El chico sucumbe y subraya otra temática de la
serie: ¿sobrevive el más fuerte, el más apto o el que apenas tiene suerte? Tanto
Carol como Michonne son dos leonas que no se entregan tanto a las dudas
metafísicas como Rick y Morgan, si alguien amenaza o daña a la “familia”, en
general se los liquida y listo. ¿Impiden la redención? Puede ser, pero en caso
de duda, prima la supervivencia propia antes que la ajena. Moderna inversión de
roles ante algunos westerns tradicionales en los que los hombres “accionaban” y
las mujeres “consideraban”. Lástima que en la temporada 6, los guionistas
sometieron a Carol a otro ciclo de culpa y remordimiento, es más divertida
cuando rumbea como el equivalente femenino de Harry, el sucio.
Junto con los
despanzurramientos de zombis, el otro elemento recurrente de la serie es la
reflexión constante sobre si sobrevivir lo amerita todo, incluso la
deshumanización, sobre si la violencia desatada y llevada a límites
insospechados permite la redención, sobre si es posible el olvido y el perdón, sobre
si seguir hacia adelante incluso sin saber qué les espera no es más que demorar
la derrota final que ya está entre ellos, etc. A veces se ponen densos, tanto
que más que “muertos que caminan” parecen “Ingmar Bergman y Zombis”.
El humor que manejan es
retorcido, sobre todo lo reservan para las truculencias con los zombis, es
evidente que se divierten diseñándolos, diversión que no comparto, pero bueno,
no soy muy amigo del gore, y muy de vez en cuando, algún que otro, muy, muy
escaso, chiste blanco entre los de humor negro. La ausencia de mayor humor hace
que las reflexiones, muchas veces, se pongan solemnes, y que Rick, suene en sus
arengas más que como el William Wallace de Mel Gibson en Braveheart como el San Martín de Alfredo Alcón en El santo de la espada.
Otra de las características
más salientes de la serie es que es “gay friendly”. Puso primero unos cuantos
puntos suspensivos en la relación de Andrea con Michonne y pasó a continuación
en la temporada siguiente a presentar claramente, sin eufemismos, relaciones
entre mujeres, y después entre hombres, besos incluidos. Algo muy progresista
que se agradece, dada la repercusión mundial. En un mundo dominado por el
prejuicio, el progresismo siempre debe estar de moda.
Después de 83 capítulos, la
historia parece estar mordisqueándose la cola. Ya han reflexionado los mismos
temas una y otra vez, los personajes pasaron por los mismos ciclos una y otra
vez, el esquema de despertar reacciones emocionales matando personajes que
creíamos centrales, de tan utilizado, se vuelve mecánico, uno ya tiene ganas de
pedirles a los guionistas: no maten a nadie más y vean en vez qué se les
ocurre. Quizá nada de esto se note demasiado si se la fue viendo a medida que
se produjo, pero al ver un capítulo tras otro se le notan demasiado las
costuras, los parches, los dobleces. La temporada 6 se cerró sin saber a quién
o a quiénes mataron, un cambio intrigante, y la aparición de Negan (Jeffrey
Dean Morgan) promete una variable, digamos política-sociológica, más que como
un villano neto se perfila como un explotador, no los quiere muertos, sino
sometidos, esclavizados casi, con la obligación de entregarle lo que tienen, y
la mitad de lo que consigan o produzcan en adelante, por lo tanto, es
inevitable pensar en unas cuantas metáforas capitalistas, clásicas o
neoliberales, pero mejor no adelantarse hasta saber qué se proponen en
realidad.
No creo que me haya
convertido en un Walker, o sea un fan, el equivalente para esta serie del
Trekkie orgulloso de Viaje a las
estrellas, y aunque algunas resoluciones me hayan fastidiado por lo
previsibles o repetidas, nobleza obliga, debo confesar que nunca me aburrí. Eso
sí, nunca les perdonaré que hayan matado a la cabra Tabitha (interpretada por
Ruby), era obvio que lo harían, pero incluso así… ¡Pobre Tabitha!
Gustavo Monteros
The walking dead, serie creada por Frank Darabont (Sueños de libertad/The Shawshank redemption,
Milagros inesperados/The green mile, El Majestic), según
comic de Robert Kirkman.