Ingmar dice que es su
peor película, que si pudiera la repudiaría, la ilegitimaría, la preteriría, la
desampararía. No sé si se justifica tanta saña. A lo sumo no tiene mucho que
ver con él, con su cine. Cumplía con su etapa de aprendizaje y una vez en broma
dijo que filmaría la guía telefónica si eso le retribuía saberes. Más tarde
tendría igual saña con El toque, pero
allí yo me opondría con igual denuedo y no porque la protagonice Elliott Gould,
actor por el que siento la mayor de las debilidades sino porque en sí es una
muy buena película, redescubierta este año a propósito del centenario. Muchos
que adherían al desprecio de su autor, al verla en la retrospectiva,
comprobaron que estaban equivocados, que no era una obra errada, algo que
supimos siempre los que la estimamos no bien El toque se estrenó.
Pero volvamos a Esto no puede ocurrir aquí. Se filmó
después de Juventud divino tesoro,
pero se la estrenó antes. Tenía guión de Herbert Grevenius (en su tercera
colaboración con Bergman) y se basaba en la novela En 12 horas del noruego Peter Valentin. Estábamos en 1950 y la
industria cinematográfica se enfrentaba al gobierno por el impuesto al
entretenimiento. Llegaron incluso a un lockout por unos meses. Por eso la
Svensk Filmindustri pensó que un thriller político podría hacer un gran éxito
que compensara el lucro cesante.
El argumento se
centraba en los refugiados rusos en Suecia que habían huido del soviet y que
eran espiados por quinta columnistas inmiscuidos entre ellos. Los sucesos se
amontonaban con asiduidad y vértigo, de ahí las 12 horas del título de la
novela original.
Para fortalecer el
proyecto lo llenaron de estrellas suecas de gran predicamento y hasta
repatriaron para la ocasión a Signe Hasso, holmiense que desde el 44 triunfaba
en Hollywood. Entre otras había estado con Don Ameche y Gene Tierney en la
genial El diablo dijo no (Heaven can wait, Ernst Lubitsch, 1943),
con Gary Cooper en La historia del Dr.
Wassell (Cecil B DeMille, 1944), con Spencer Tracy en La séptima cruz (Fred Zinnemann, 1944), con William Eythe y Lloyd
Nolan en La casa de la calle 92
(Henry Hathaway, 1945), con George Sanders en Escándalo en París (Douglas Sirk, 1946), con Bob Hope en Where there's life (Sidney Lanfield,
1947, no sé si estrenada en Argentina), con Ronald Colman en quizá la película
más famosa de Hasso El abrazo de la
muerte (A double life, George
Cukor, 1947) y nada menos que con Cary Grant en Crisis (Richard Brooks, 1950).
Por esas cosas de la
vida, la película de la que venía Crisis
era también un thriller político, que no habría de estrenarse en Argentina. El
argumento giraba alrededor de un neurocirujano que se veía envuelto en una
revuelta contra un tirano en un país latinoamericano. Y aquí se la prohibió
porque se dijo que el tirano estaba supuestamente inspirado en el General
Perón, por entonces en el gobierno. Los yanquis son muy irrespetuosos, no
entienden su propia política y hacen siempre interpretaciones temerarias de las
políticas de otros países, bah, no se sabe si es por temeridad o interesada
ignorancia. Como sea, en lo que nos concierne, Lasso iba de un thriller
político a otro.
Bergman cuenta que
Lasso se comportó sin aires de diva durante el rodaje. Eso sí, a veces estaba
muy bien y en otras ocasiones se la veía desganada y deprimida. La pobre internalizaba
la edad. Había llegado a los 40 años y tener 40 en 1950 equivalía a ser
centenaria, y centenaria y media si se era actriz. Esto no puede ocurrir aquí sería uno de sus últimos papeles como
protagonista de interés romántico, en breve comenzaría a ser la madre de la
protagonista o la esposa madura del coprotagonista.
El rodaje fue breve,
entre el 7 de julio y 19 de agosto de 1950, pero para Ingmar fue
insoportablemente lento y angustioso, su cuerpo se negaba a hacerlo. Era una
obra de encargo, de conveniencia, hecha solo porque necesitaba el dinero.
Y fue la primera
película de Bergman que vi. Aunque por entonces no tenía ni idea de quién era
Bergman ni lo que veía permitía sospechar que se trataba de la obra de quien
sería tildado de genio universalmente y sin discusión.
Ya dije que pasé mi
infancia en la provincia de Catamarca, a mediados de los sesenta. Vivíamos en
la localidad de San Isidro, a siete kilómetros de la capital, San Fernando del
Valle de Catamarca. En San Isidro durante los fines de semana había dos cines,
uno permanente y uno itinerante. Al fijo le decíamos El cine del cura, aunque
supongo que se llamaría como la localidad o sea Cine San Isidro. Estaba al lado
de la iglesia y era un salón rectangular con una puerta lateral al costado del
escenario que daba al patio de la iglesia y sobre esa misma pared unos
ventanucos para ventilar o refrescar en las noches de verano. Los sábados y los
domingos daban un programa doble con películas de estrenos más o menos
recientes, en general hollywoodenses y subtituladas. Los domingos daban una
matiné para chicos después del catecismo. El itinerante era el cine de Verón y
funcionaba al aire libre solo los domingos a la noche en el patio de la cuadra
de la panadería de la plaza. Los demás días deambulaba por otros sitios sin cine en donde desplegaría
la magia de su pantalla. Tenía un programa doble de películas argentinas,
españolas o mejicanas y estadounidenses solo dobladas. Yo era muy chico y no me
daba cuenta que a pesar de los avances de la escolarización, todavía había
mucha gente analfabeta. Y en el cine de Verón, doblada al español de España,
fue que vi Esto no debe ocurrir aquí.
Lo recuerdo
vívidamente por una serie de detalles que me llamaron mucho la atención. San
Fernando del Valle de Catamarca está en un valle, rodeado de montañas como su
nombre lo indica. Y la película transcurre también en una ciudad
montañosa, y casi al principio se ve a
uno de los protagonistas ir de una parte de la ciudad a otra ¡por un ascensor!
Me pareció loquísimo y se fundió en mi impresionable memoria de chico. Y para
reforzar el recuerdo, un personaje muere sobre el final en ese ascensor. Otra
cosa que se me quedó fue cuando develan a uno de los traidores. Los refugiados
se reúnen en un cine, en la parte de atrás de la pantalla. La escena es muy
tensa y se oye la música de la película que proyectan, una de dibujitos
animados en la que hay una persecución. Y esa música y los gritos y los efectos
de los dibujitos le venían muy bien al gran drama de los exiliados. Comprendí
que las persecuciones de los dibujitos que tanta gracia me daban conllevaban
también una gran dosis de angustia que en la desprevención de mi ingenuidad ni
cuenta me daba. Y lo tercero que recuerdo es la extrañeza casi cómica que me
produjo una escena pretendidamente peligrosa. En la casa del policía está este,
la chica o sea Signe Hasso y el malo. El policía tiene una pistola que el malo
le quita, después el policía la recupera y luego el malo se la quita de nuevo.
Mientras tanto hablan y nos llenan los puntos suspensivos que la trama había
dejado en un misterio hasta ese momento. Me acuerdo también que pensé que tanto
juego con el cambio de mano de la pistola era medio al cuete. Revista ahora me
sigue pareciendo más cómica que amenazante.
Sabrá Dios por qué
vericuetos de las distribuciones de las películas habrán llegado las latas de Esto no debe ocurrir aquí a manos de
Verón para que un chico encandilado por el cine, viera su primer Bergman, sin
sospecharlo, olvidándolo casi, porque quien iba a pensar que ese thriller del
montón había sido dirigido por el hombre que lo desvelaría, lo deslumbraría, lo
inquietaría años después.
Continuará
Gustavo Monteros
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