sábado, 11 de julio de 2015

Ojos oscuros



Hizo una entrada triunfal en el cine occidental. David Lean le armó, en el ahora legendario Lawrence de Arabia, una entrada a escena digna de una fuerza de la naturaleza. Como dijo alguien por ahí, el peligro de esas cosas es si después se está a la altura de semejante magnificencia. Ya sabemos que lo estuvo, tampoco era ningún advenedizo, el hombre era una estrella en su Egipto natal con más de 12 películas en su haber. Confesó más tarde que Lawrence de Arabia era una película rara en los papeles, que no tenía nombres conocidos, ni mujeres, ni mucha acción. Confesó también que David Lean sentía un profundo desprecio por los actores, que para él solo eran caras y cuerpos que le servían para tal o cual personaje de la historia que quería contar, pero que él, Omar, le caía bien. A juzgar por la entrada a escena que le hizo, era verdad.


Era el año 1962, tenía 30 años, estaba casado con una coterránea actriz de cine, que en 1957 le había dado un hijo, antes se había graduado en Física y Matemática en la Universidad de El Cairo y había estudiado en la Royal Academy of Dramatic Art de Londres. Con el tiempo diría que Lawrence de Arabia es una gran película, pero que él no estaba bien. No importa, le significó su única nominación al Óscar y su primer Globo de Oro. Y con el tiempo también se preguntaría qué hubiera pasado si David Lean que, lo eligió solo porque lucía árabe y sabía inglés, no lo hubiera seleccionado, supuso que seguiría casado y que hubiera engordado.


Siempre recordaría que su madre le pegaba por cualquier cosa y que como era un chico gordo, decidió enviarlo de pupilo a una escuela inglesa, supuso que como la comida inglesa era horrible, adelgazaría. No se equivocó, adelgazó y por la propensión de  los ingleses al deporte hasta se puso atlético.


Como bien dice Peter Bradshaw en su despedida en The Guardian, Hollywood nunca supo qué hacer con él, no era el prolijo galán típico, ni el carismático actor de reparto y encima era demasiado simpático para ser el malo. Lo confinó entonces a la extranjería, fue, entro otras etnias, indio, mongol, latino, árabe, y claro, ruso.


En 1965, David Lean lo llama para protagonizar la versión cinematográfica de la novela del momento: Doctor Zhivago. Y Omar Sharif se convirtió en Omar Sharif. Sus ojos oscuros mataron de amor a las mujeres y todos quisimos tener semejante poder de seducción. Matar de amor con la mirada. Un milagro que a Sharif le salía sin ningún esfuerzo. El doctorcito le dio fama imperecedera, por más que durante décadas intentó dilapidarla, nunca cayó tan bajo como para dejar de ser Omar Sharif.


En 1968 ratificó su estatura de Omar Sharif, fue el galán de Barbra Streisand en Funny girl, galán y chiste, porque ella, que hacía de fea, no podía creer que lo hubiera conquistado, pero, claro, lo perdía y se deshacía cantando Mi hombre, canción que hoy ya no es políticamente correcta. Bah, si se la cantan a Sharif por ahí lo siga siendo.


Y así, como se propone casamiento, a su mujer le propuso un divorcio. Le dijo que tarde o temprano se separarían, y que era mejor hacerlo ahora que ella todavía era joven y hermosa y no más tarde, cuando conseguir un hombre que la quisiera fuera más difícil. Y se separaron, nomás. Y él dijo que a ella le fue mejor que a él, porque volvió a casarse y fue feliz, él, en cambio, ya no se casaría y sus relaciones más que relaciones eran romances.


Su probable lista de mujeres es un Olimpo de bellezas irrepetibles. Digo probable porque él, todo un caballero, negó que se hubieran relacionado con él. A una reconoció haber amado, a Ava Gardner, fue en tiempos de Mayerling, película en que su pareja era Catherine Deneuve, y Ava hacía de ¡su madre! , la de él, no la de Catherine. E hizo bien, perdón, porque Catherine era por entonces un palo vestido, no había florecido todavía, Marcello Mastroianni la haría florecer, Ava, en cambio, era toda opulencia y sensualidad.


Hasta más o menos mediados de los setenta, trabajó con directores notables o nada desdeñables: Anthony Mann, Fred Zinnemann, Anthony Asquith, Terence Young, Anatole Litvak, Francesco Rosi, William Wyler, J Lee Thompson, Richard Fleischer, John Frankenheimer, Blake Edwards y Richard Lester. No todas fueron grandes películas, pero ninguna es vergonzante. (Personalmente hay dos que considero inolvidables: Y vivieron felices de Francesco Rosi en la que compartió cartel con una bellísima, y me quedo corto, Sophia Loren, si las cantantes no tienen siempre la misma voz, las estrellas de cine, aunque bellas, no irradian siempre la misma belleza y en ese año, por lo que fuera, Sophia estaba tan hermosa que uno se creía en el Cielo de solo verla, y en la que era hijo de Dolores del Río, que, de tan otoño casi en el invierno de su vida estaba, y sin embargo también deslumbraba, la historia era un cuento con brujas y santos, no es tan conocida como merece, si se la cruzan, dejen todo y véanla. La otra es La leyenda del tamarindo de Blake Edwards, un film raro casi inclasificable, porque se supone que es de espías, pero en realidad es una historia de amor en una trama de espías, la música de John Barry es muy hermosa, ¿Henri Mancini estaría ocupado?, porque Edwards tenía en Mancini a su aliado musical, como sea, su pareja era Julie Andrews, la más andrógina de todas, la del pelo corto, los pantalones Oxford, las camisas de cuellos anchos, y esas poleras, incluso así encantadora, porque Julie es Julie, y es imposible no amarla).


Para lo que vino después, es preciso que nos detengamos en sus aficiones, al hombre le gustaban los caballos de carrera, bah, es decir, las carreras de caballos y los naipes. El bridge sobre todo. Llegó a tener una columna semanal sobre bridge en un diario de Chicago, a patentar un juego de bridge para computadoras y en los últimos tiempos una aplicación para tableta. Era todo un experto, un campeón, partícipe habitual de torneos mundiales. Y apostaba, claro. Y fumaba como un  escuerzo, claro. O sea que en la vida se parecía mucho al personaje de Funny girl.


Quizá apostar tanto lo llevó a no elegir, a no diseñar una carrera, a aceptar lo que le propusieran, películas que iban de la B a la Z, aparecer en cosas que se llamaban El súper golpe, S-H-E o Benji contra el crimen (la peor de ese perrito). O en miniseries, algunas “clase A”, y otras dudosas, que traficaban con elencos de notables estrellas del pasado. Y a veces, más por casualidad que otra cosa, estuvo en obras de cine de autor, como Andrzej Wajda, Alejandro Jorodowsky y la etapa bien de autor de Herni Verneuil.


Harto de ser un chiste para su nieto, que le decía que no hacía más que trabajar en bodrios, aceptó en 2003 El Sr Ibrahim y las flores del Corán de Francois Dupeyron, buena película que le valió un César, el Óscar francés.


Este año estuvo en nuestras carteleras, primero como una referencia y después como una presencia. En Sueño de invierno de Nuri Bilge Ceylan, cuando el protagonista, un ex actor dueño de un hotel en Anatolia, quiere darse importancia ante unos turistas, dice que conoció a Omar Sharif. Y en Un castillo en Italia de Valeria Bruni Tedeschi, película de fuerte impronta autobiográfica, aparece como Omar Sharif en la escena de la subasta en Londres. Bruni Tedeschi dice que lo contrataron como un mimo para su madre, que hace de madre en esta película en la que recrean, entre otras cosas, la muerte del hermano de Bruni Tedeschi. La madre lo vio en París y la hija lo llamó con la esperanza de que pasara algo entre ellos. No fue. Sharif se consideraba retirado de los juegos de azar y de las mujeres.


Puede que fuera así, pero tenía problemas para controlar su ira. En la primera década del siglo XXI golpeó a un policía en Francia y zamarreó un valet de estacionamiento en los Estados Unidos.


En mayo de este año le diagnosticaron Alzheimer, según su hijo, se propuso hacer lo que hay que hacer para atrasar el avance del mal, aunque, también según el hijo, jamás se aplicó para hacerlo. Perdió el apetito y finalmente el corazón, al que maltrató durante años con 50 cigarrillos diarios, le dijo basta.


Son tiempos tristes, quienes habitaron nuestros paisajes de infancia, adolescencia y juventud se van. En bandada. Tantos que ya uno se pregunta: quiénes quedan. Aunque lúgubre, se podría decir que la vida es también simplemente estar y despedir, hasta que lo despiden a uno.

Gustavo Monteros

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